Se cierne una amenaza seria sobre el futuro energético catalán. No está en el debate público, pero es una de esas cuestiones menos interesantes que importan de verdad.
El martes acaba el plazo para presentar enmiendas en el Congreso a la tramitación del impuesto especial a las compañías energéticas. Se trata de una de las actuaciones que el Ejecutivo de Pedro Sánchez se sacó de la chistera para, supuestamente, mejorar las cuentas públicas: un impuestazo a la banca y otro a las compañías de energía.
El Gobierno del PSOE y Sumar hizo bandera ideológica de esa actuación: haremos pagar a los más ricos para beneficiar a los más desfavorecidos. Tras dos años de aplicación se desconocen quiénes son los favorecidos por la recaudación adicional lograda por el Estado, pero quienes están al mando de la administración española han decidido convertir lo excepcional en estructural. Es decir, hacer fijo el impuesto.
Los partidos que defienden la conversión de ese tributo son, en síntesis, los de la mayoría de apoyo a Sánchez. El PNV está negociando que esos recursos extras pasen por el concierto económico y obtener recursos adicionales que gestionar. A Iberdrola, su energética de cabecera, no parece molestarle. Los vascos, a lo suyo.
Se desconoce sólo cuál será la actuación de Junts. Los nacionalistas de Carles Puigdemont parecen estar en contra del espíritu del nuevo cargo fiscal, pero tentados de apoyarlo después de tumbar la normativa de alquileres con gran enfado de una parte de su electorado. En breve tendrán que dilucidar si son más liberales (como antaño) o se han quedado en el espacio de la revolución populista que encabeza el expresidente fugado.
En Cataluña apenas nadie ha respirado sobre el asunto. El presidente catalán, Salvador Illa, pasó parte de su campaña electoral con la promesa de que quiere convertir la autonomía en un territorio de vanguardia en materia energética después de años de inacción de los gobernantes independentistas.
Hasta aquí, la parte declarativa y las intachables fes de intenciones de los políticos. Sin embargo, el PSC apoyará en el Congreso una actuación que puede resultar muy dañina para los propósitos de Illa. Contentarán, eso sí, a sus socios de Sumar y, de paso, a ERC y a los Comunes.
¿Por qué pueden arrepentirse de esa actuación?
Descendamos a uno de los focos industriales más importantes de Cataluña, el polígono petroquímico de Tarragona. Nacido en las postrimerías del franquismo, en 1971 se puso en marcha un complejo con la construcción de la primera refinería. Hoy es el equipamiento de estas características más importante del sur de Europa. Allí se concentran empresas como Bayer Hispania, Dow Chemical Ibérica, Basf Española, Hoechst, Shell, Repsol y Asesa, entre otras.
Ese clúster especializado es hoy una fuente de riqueza y prosperidad para el Camp de Tarragona que ha generado una actividad industrial paralela a la menguante actividad agraria y al monocultivo del turismo en la zona.
La aplicación del impuestazo tendrá consecuencias. Repsol, por ejemplo, ya ha advertido que, después de pagar 800 millones de euros por ese concepto en los dos años de aplicación, sus inversiones en España peligran. Hay unos 3.000 millones de euros previstos para producir productos de bajas emisiones (combustibles renovables, hidrógeno renovable, biometano…) que se pueden realizar fuera de España de mantenerse el apretón del Gobierno.
Las petroleras Repsol y Cepsa son las compañías más afectadas. Endesa, Iberdrola y Naturgy también están obligadas al pago, pero una parte de su negocio en España ya está regulada por la administración y el impacto en sus números es menor.
La compañía petrolera que preside el catalán Antoni Brufau y que dirige el vasco Josu Jon Imaz ha sido la más clara al oponerse, y la que ha causado las reacciones más demagógicas en el seno del Gobierno central. Pero también es la que más puede alzar la voz: con el impuestazo aprobado, el complejo tarraconense donde Repsol es la columna vertebral queda herido de muerte.
Peligran los 800 millones de euros de inversión directa que supondría desarrollar la llamada Ecoplanta de El Morell (Tarragona). Repsol frenará esa inversión de consumarse el impuesto. Esta iniciativa lleva algunos años fraguándose y supone la capacidad de producir materiales y combustibles a partir de los residuos que se acumulan en los municipios y no son reciclables.
Sucede similar con el proyecto de Repsol de levantar en Tarragona el mayor electrolizador (disculpen por el palabro) de España. Se trata de una instalación que produce hidrógeno renovable con una capacidad de 150 MW y que supondría una inversión directa de otros 300 millones de euros.
Ambos proyectos están en el alero y, en consecuencia, peligra el futuro industrial del área petroquímica de Tarragona y la economía inducida que desarrolla. Si al tema se le añade el asunto de los interrogantes sobre la energía nuclear (Tarragona cuenta con dos centrales activas que deben desaparecer según los planes gubernamentales), los habitantes del sur de Cataluña tienen un grave problema en ciernes.
Para la autonomía el asunto quedaría reducido a que la famosa transición energética y la competitividad del territorio saltarían por los aires. Que Sánchez se atreva a jugar con esas cartas no extraña a casi nadie. Que Illa no intervenga sobre el asunto después de sus mensajes electorales y sus primeras intervenciones como presidente ya costaría más de entender. Salvo que prefiera que Junts per Catalunya le resuelva la papeleta oponiéndose al impuestazo.
La previsibilidad y la estabilidad no están reñidas con la construcción de un futuro más sensato y más equilibrado en materia económica para el conjunto de Cataluña. El presidente catalán tiene ahora la primera oportunidad de mostrar al Gobierno de su amigo Sánchez que defiende con ahínco los intereses catalanes y no sólo la parte identitaria. Que el diálogo y la negociación no son unos instrumentos dedicados en su integridad a calmar al soberanismo hiperventilado.