Mientras los españoles centran su atención en la última jugada de póker de Pedro Sánchez, amenazando con dimitir en diferido porque quiere mucho a su mujer, Cataluña sigue hundiéndose en el pozo del despotismo.
Esta semana, el consejero de Salud de la Generalitat, Manel Balcells (ERC), ha amenazado a los hospitales catalanes con “penalizaciones económicas” si los médicos y enfermeros utilizan el español.
En la actualidad, la normativa ya impide consolidar plazas de sanitarios interinos si estos no acreditan un nivel alto o muy alto de catalán (B2 o C1), pero Balcells ha elevado el tono de la advertencia.
O catalán o multa. Ese es el mensaje. Conciso y claro.
Así, mientras a los escolares catalanes se les impide recibir un miserable 25% de su educación en castellano, el Gobierno autonómico apretará aún más las tuercas para que médicos y enfermeros se pongan las pilas con la lengua catalana.
No se trata de asegurarse de que los sanitarios entiendan a los pacientes que se dirijan a ellos en catalán. No. Se trata de obligar a los sanitarios a que usen el catalán y no el español.
Para ello no se escatimarán esfuerzos y, como si estuviésemos (¿acaso no lo estamos ya?) en un régimen totalitario propio de otra época o de otras latitudes, cada hospital tendrá un comisario político-lingüístico.
Según el consejero Balcells, cada centro contará con “una persona referente” que se encargará de hacer seguimiento de que las instrucciones de uso del catalán por parte de médicos y enfermeros se cumple.
“Ha habido cierta dejadez”, ha señalado Balcells para justificar las nuevas medidas.
Sin embargo, no parece que la dejadez haya sido por su parte. Basta con recordar cómo el propio consejero se puso al frente del acoso y del linchamiento que sufrió hace un año la famosa enfermera andaluza que se atrevió a criticar públicamente la exigencia del C1 de catalán.
Manel Balcells representa lo peor del nacionalismo catalán. Balcells es la personificación del odio, la barbarie y la deshumanización que en una democracia avanzada habrían sido erradicados de la vida pública.
En Cataluña, en cambio, campa a sus anchas.