Este 2024 será un año que se prevé intenso en la gestión de las grandes empresas españolas. La investidura de Pedro Sánchez como presidente, pero sobre todo el perfil ideológico de sus compañeros de viaje gubernamentales, ha puesto en estado de prevención a los consejos de administración de las grandes compañías.

El último PSOE, el que gobierna en la actualidad, lleva con dificultad que el Ibex 35 no le rindiera pleitesía y aplaudiera sus medidas fiscales. En los entornos de Sumar y los restos de Podemos la resistencia de algunos CEO a esas mismas propuestas (y los globos sonda que emanaban del Gobierno) ha sido interpretada como un pulso inaceptable de los patronos al Ejecutivo.

Los más arrojados fueron Antoni Brufau y Josu Jon Imaz, presidente y consejero delegado de Repsol, que avisaron a navegantes de las consecuencias que podrían tener medidas de presión tributaria como las que baraja el Consejo de Ministros. No tenían siquiera que mudarse muy lejos. En Portugal, sin ir más lejos, acogerían sus inversiones en el desarrollo de nuevos combustibles con mucho más interés del que han recibido en su país de origen. Apenas habían pasado unas semanas y Repsol ya tenía respuesta a su desafío: la CNMC reabría una investigación por los descuentos que practica a sus clientes. Fuera de esa línea de expediente sancionador quedaron Cepsa y BP. Blanco y en botella.

Imaz es un gestor que no tiene pelos en la lengua para hablar cara a cara con los políticos. Viene de esa tradición: fue consejero de Industria del Gobierno vasco y presidió el PNV. No tiene el mínimo problema en recordar lo que supuso el terrorismo de ETA en el tejido económico vasco ahora que algunos pretenden minimizar sus efectos. Por eso, ante la voracidad recaudatoria (y la necesidad de dar imagen de gobierno de izquierdas) el responsable ejecutivo de Repsol habló claro: si no se les quiere como multinacional energética se irán.

Hay pocos empresarios tan valientes como Imaz. Si acaso otro de ellos es Ignacio Sánchez Galán, al que tampoco le ha temblado demasiado el pulso para enfrentarse en nombre de Iberdrola con la administración que correspondiese. La única empresa que de verdad ha salido de España por razones tributarias ha sido Ferrovial (por cierto, los Del Pino aún ríen de las primeras amenazas gubernamentales lanzadas cuando se anunció la medida), pero Iberdrola tenía un plan B para comunicar a los mercados el traslado de los headquarters si la presión sobre las energéticas continuaba el in crescendo.

Florentino Pérez ha hecho alguna demostración de fortaleza, aunque siempre tenga más que ver con su club de fútbol que con ACS, la compañía que dirige sobre todo fuera del territorio español. Hay casos como el pulso que le ganó Agbar-Suez a la Generalitat de Artur Mas y otros similares que son raras avis en el panorama empresarial español. Basta con ver cómo entidades bancarias afectadas por problemas internos de reputación y transparencia como el BBVA guardan cómplice
silencio ante los impuestazos a la banca y las eléctricas. Solo los citados Imaz y una prudente Ana Patricia Botín han levantado la voz. “Hay que pagar impuestos, pero si se pagan demasiados —argumentó la presidenta del Banco Santander—, la gente se marcha…”. Bien lo saben antiguos directivos de ese banco que se refugiaron en el país del bacalao.

Queda en el terreno de la valentía la figura del banquero catalán Isidro Fainé. Tuvo los arrestos de fusionar CaixaBank con la entidad pública Bankia y meterse al Estado en el accionariado de la compañía resultante. Por si fuera poco, el también vicepresidente de Telefónica ahora volverá a ser socio de un Gobierno que seguro no ha votado, pero que entra en el capital de la operadora de telecomunicaciones en una operación que no ha permitido vislumbrar todavía cuánto tiene de protección nacionalista a una empresa estratégica y cuánto de injerencia en la cúpula de las grandes compañías. Existe un caso similar, el de Marc Murtra, que ha resistido en nombre de los intereses públicos en la cúpula de Indra a pesar de la luz de gas que se ejerció sobre su llegada a modernizar una de las más importantes empresas del país en materia de tecnología y de defensa.

Fainé ha preservado el tono en todo momento y no se le conoce un solo pronunciamiento que ponga en riesgo la mayor de sus creaciones: una fundación bancaria ejemplar con una finalidad última que consiste en mantener la dimensión y la españolidad de sus participaciones empresariales y ejercer el mecenazgo y el compromiso social más allá del estado del bienestar que garantizan las administraciones. El manresano tiene el reto de pilotar tres grandes corporaciones (CaixaBank, Naturgy y Telefónica, todas ellas en el perímetro de Criteria) sin enfrentarse con un Gobierno que es socio o regulador del mercado. Su grupo genera una apetencia gubernamental voraz, que solo es posible torear con un juego discreto de pactos y alianzas. El grupo catalán genera tanta envidia por el poder que acumula en materia económica como voluntades despierta para influir en su gobernanza y estrategia futura. Fainé no se inmutapese a los cantos de sirena del Madrid cortesano que hace cábalas sobre todo lo que guarde relación con la Fundación Bancaria La Caixa y sigue trazando su propia línea de actuación con una valentía menos aparente o visible, pero igual o incluso más efectiva.

Para cualquier gobierno que se pretenda progresista, el mundo de la gran empresa es un fabuloso caldo de cultivo para desarrollar un discurso entre demagógico y populista digerible para comparecer ante sus electores. La España cainita de esta etapa del siglo XXI es cobarde para aplicar las reformas estructurales que facilitarían adaptarse a los nuevos entornos globales. Ni a la izquierda ni a la derecha parlamentaria les interesa afrontar como un reto las transformaciones reales que se precisan. Como sucedió antaño con las reconversiones de sectores industriales que habían quedado obsoletos, hoy escasean los políticos valientes capaces de discutir sobre la sobredimensión administrativa del país, los excesos de la descentralización autonómica o los nuevos requerimientos del mercado laboral y sus asociados de vivienda y cobertura social.

La coexistencia de ese empresariado menos acomplejado con una clase política dirigente acobardada por la visión cortoplacista de los ciclos electorales y el marketing político constituyen las señas de identidad de la élite de un país donde perviven los estigmas más anacrónicos cuando se habla de empresas y empresarios. Un país que avanza a velocidad diésel y donde la valentía sigue sin ser un valor que cotice al alza entre sus dirigentes, sean del ámbito que sean. Una España cobarde en sus alturas.