El 13 de abril de 2012, en Botswana, Juan Carlos I tropezó y se rompió la cadera. Aquel incidente fue el comienzo de su particular y paquidérmico calvario y el detonante de una abdicación que cambió la jefatura del Estado. Unos meses antes, en noviembre de 2011, los españoles acababan de pasar por las urnas. El PP, con Mariano Rajoy al frente, sumó 180 diputados mientras que el PSOE de Alfredo Pérez Rubalcaba apenas totalizó 110 escaños.

Desde las manifestaciones y acampadas del 15 de mayo de 2011 (15M) una parte de la sociedad española se movilizaba y apuntaba hacia la creación de una democracia más participativa que rompiera el bipartidismo representado por PP y PSOE. De aquel germen nació más tarde Podemos. Había nerviosismo entre los dos grandes partidos.

En ese contexto, el malogrado Rubalcaba, con su olfato natural para la política de salón, habría temido que el accidente real rompiera de forma definitiva las protecciones existentes en el ecosistema de la Casa Real y la jefatura del Estado saltara por los aires. Con esa explosión peligraba todo el edificio constitucional construido desde 1978. La prensa comenzaba de manera lenta pero inexorable a levantar el manto de silencio que cubría las infidelidades, comisiones, cuentas secretas, amantes… del séquito monárquico, con la entonces princesa Letizia incluida en ese mismo paquete.

“Lo siento mucho, no volverá a ocurrir”, fueron las palabras que hicieron caer al Rey de su pedestal público. El nombre de Corinna, a la que los servicios de inteligencia españoles intentaron infructuosamente poner en sordina, empezaba a pronunciarse en demasiados foros. Alguien había presionado al monarca para realizar tal inusual y categórica manifestación pública de perdón.

Rubalcaba, pero también Rajoy, como presidente, y Soraya Sáenz de Santamaría, a los mandos del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) y con todo el poder de la vicepresidencia, tenían en sus manos el pacto secreto más importante de la democracia. El monarca estaba literalmente abrasado y debía abdicar en su hijo Felipe como decisión voluntaria para salvar la institución de los cantos de sirena republicanos que amenazaban con más vigor que nunca. Y para que todo ese cambalache tuviera sentido convenía que el foco de la política española se orientara hacia otro debate. Cataluña y el secesionismo latente tenían los mejores mimbres para convertirse en un elemento de controversia siempre controlado desde Madrid y sustitutivo de la polémica real.

Juan Carlos I abdicó del trono el 18 de junio de 2014. El pérfido y astuto dirigente socialista se mantuvo en la secretaría general del PSOE hasta un mes más tarde, julio de 2014. Para proteger a la Casa Real en esa nueva etapa que se abría fueron necesarios más ajustes: se destituyeron los directores de tres grandes medios españoles. En diciembre de 2013, Javier Godó, propietario del grupo que lleva su nombre, sustituyó a José Antich de la dirección de La Vanguardia por Màrius Carol, periodista conocedor de la realeza española de manera exhaustiva; pocos días después, en enero de 2014, los propietarios italianos de El Mundo sacrificaron a su fundador y único director hasta la fecha, Pedro J. Ramírez, por Casimiro García Abadillo, bien relacionado con el Ibex 35; unos meses más tarde, pero también antes de la abdicación real, Prisa sustituyó a Javier Moreno de la dirección de El País por Antonio Caño. El gallego Bieito Rubido, al frente del monárquico Abc, fue el único de los grandes directores que no sucumbió a aquella remodelación generalizada.

Entretanto, y con la inestimable colaboración de un inocente Artur Mas, el proceso soberanista elevaba el tono en Cataluña. Rajoy recibió al presidente catalán en la Moncloa y, a diferencia de otras ocasiones en las que la derecha española y la nacionalista habían colaborado, el líder popular se puso de perfil, estaférmico, y permitió al catalán un nuevo órdago electoral que le obligaba a subir su tono secesionista. El periodista Enric Juliana, analista de política catalana y autor del editorial conjunto contra la sentencia del Estatut, insinuó una duda que sobrevolaba: el proceso secesionista había sido creado para tapar la crisis económica y las crecientes protestas ciudadanas. Jamás se habló entonces de la profunda inestabilidad que vivía la monarquía y los riesgos que la acechaban.

Del emergente político nacionalista y republicano, que aparecía como el resultado de una catarsis en ERC (habían perdido 11 diputados en el Parlamento catalán) se ocuparía Saénz de Santamaría. Oriol Junqueras era el líder independentista que tomaba el relevo a Mas en las preferencias de los catalanes soberanistas. Como independiente en las listas republicanas fue escogido alcalde de Sant Vicenç dels Horts en junio de 2011. Tres meses más tarde sustituía a Joan Puigcercós como presidente de ERC tras los malos resultados de la formación en las autonómicas de 2010.

La poderosa vicepresidenta y el beato republicano (su relación con el Vaticano siempre ha constituido un misterio) estuvieron cocinando durante meses la evolución del procés. Asistieron juntos, como espectadores privilegiados, al desmontaje de uno de los símbolos nacionalistas de la Cataluña democrática: el expresidente Jordi Pujol, ya retirado, fue cogido en un renuncio tributario con sus cuentas andorranas no declaradas. Pujol y su familia se convirtieron en objeto de escrutinio de los aparatos más oscuros del Estado y pasto de la prensa ávida de una historia de poderosos corruptos. Casi una década después y con la situación impositiva resuelta de inmediato, los Pujol no han visitado la cárcel (salvo el primogénito Jordi, y el hermano pequeño Oriol por un caso distinto de corrupción) a pesar de que su proceso judicial sigue abierto en la Audiencia Nacional en Madrid.

Soraya y Oriol fueron, al final, una pareja política de hecho. Hacia 2017, en Madrid debían pilotar el procés (hasta que se descontroló) y Junqueras convertirse en el heredero de una situación política que el aprendiz de camarlengo tenía pactada con Saénz de Santamaría. El líder catalán desconocía, eso sí, qué intenciones ocultas se movían en la tramoya que idearon Rubalcaba y Rajoy con antelación.

Este cuento navideño de salvación de la monarquía como un pacto secreto de Estado entre los dos grandes partidos puede ser eso, una mera especulación literaria o una ucrónica revisión de los hechos históricos recientes. Si pudiera revelarles quién me la contó con todo lujo de detalles quizá dejaría de ser una historieta inverosímil de espías, amantes, conspiradores, salones cardenalicios, políticos de altas y bajas miras, especuladores, trileros y comisarios. Pero para saber cuánto se acerca este relato a la cruda realidad vivida en España política en los últimos años será necesario esperar a otras Navidades o quizá a las memorias de la discreta Soraya.