Seis años pueden ser suficientes para comenzar a olvidar el pasado. Pero el expresident de la Generalitat fugado, Carles Puigdemont, no tiene intención de hacerlo. Desde Bruselas, el neoconvergente sueña con torcer la correlación de fuerzas políticas en Cataluña y devolver a ERC a la posición que, a su parecer, nunca debiera haber abandonado. Esa es, la de partido subalterno que se preste a sostener el imperio convergent.

Un imperio que empezó a desmoronarse cuando el entonces president Artur Mas --fagocitado por el procés que él mismo impulsó como huida hacia adelante entre escándalos de corrupción y manifestaciones del 15-M-- fue enviado a la papelera de la historia por la asfixia parlamentaria de la CUP.

Puigdemont, investido por el alto precio que su partido hubo de pagar a los antisistema, es conocedor de que el secreto del éxito en la política catalana es la correcta administración de los tiempos a la hora de presionar al adversario y los retratos simbólicos al servicio de la épica narrativa de la independencia.

Por eso, ahora, enfría la negociación con el PSOE a escasos metros de la meta, inmediatamente después de haber fijado en el imaginario colectivo el retrato de su regreso a la primera línea política negociando con el número tres de los socialistas, Santos Cerdán, bajo los laureles de la patria: una gigantesca urna del referéndum ilegal del 1-O.

Mientras se escriben estas líneas, la negociación se enfila hacia la investidura de Pedro Sánchez para conformar un Gobierno progresista. No obstante, los neoconvergentes mantienen en vilo a todos los españoles, que todavía no saben si a mediados de enero deberán volver a las urnas en caso de no alcanzar un pacto que permita poner en marcha la legislatura. 

En el caso de Puigdemont, se trata de meros pasos hacia el retrato de una obsesión: volver a mirar a ERC por encima del hombro.