Esta misma semana se cumple un año desde que Junts per Catalunya abandonó el gobierno de coalición con ERC para gobernar la Generalitat. Aquella fue una decisión directa y personalísima del expresidente fugado Carles Puigdemont. Apenas se han cumplido cuatro meses desde que Xavier Trias, con las siglas del partido agazapadas, fue el candidato a la alcaldía de Barcelona más votado. Un poco más tarde se demostró que esos votos servían de poco para gobernar la capital catalana. A la postre se quedó con su popular enfado de septuagenario molesto con la pérdida de una parcela de poder. Tanto él como el prófugo daban por ganado ese espacio.
JxCat ha ido desvaneciéndose con los pactos entre ERC y el PSOE de los últimos tiempos, con su salida del Ejecutivo autonómico y con la condena de su presidenta, Laura Borràs, por ejercer el nepotismo más zafio y descarado que se recuerdan en Cataluña (con permiso de los tiempos de David Madí) desde una poltrona pública. El partido del fugado había entrado en peligrosa barrena mientras sus dos almas (la radical secesionista de Borràs y del inquilino de Waterloo y la posibilista de Jaume Giró y otros) debatían cuál era la estrategia más adecuada para el futuro inmediato.
Mientras eso sucedía, a la par que los de JxCat conseguían que la Diputación de Barcelona que dominan los socialistas siguiera financiando un lamentable programa televisivo de Marcela Topor, a la sazón esposa de Puigdemont, llegaron las elecciones generales de finales de julio y los resultados no hacían otra cosa que corroborar el descenso de la formación nacionalista. Perdían un diputado con respecto a la legislatura anterior y se quedaban sin grupo parlamentario propio. Todo un despropósito y una inexorable debacle de quienes hicieron de la confrontación con el Estado el principal y casi único motivo de su esencia y existencia política.
Pero la aritmética inesperada de la noche electoral modificó el panorama de repente. Los votos de los siete diputados de JxCat son imprescindibles para armar ese gobierno de progreso que Pedro Sánchez desea presidir sin acordarse de que ni los nacionalistas catalanes ni los vascos son más que representantes de las fuerzas conservadoras y de orden de sus respectivos territorios. A Puigdemont y los suyos les había tocado el Gordo de la Lotería Nacional sin haber adquirido un solo décimo (prefieren jugar a la catalanísima Grossa de Nadal, que no consigue despegar pese a la cuantiosa inversión publicitaria).
El exalcalde de Girona, un periodista que solo destacó en el oficio por su independentismo congénito, había pasado de ser un apestado de la política española —al que la derecha quería lapidar y Sánchez devolver al territorio español esposado— a convertirse por arte de birlibirloque en una deidad política. Sí, Puigdemont ha pasado a ser el deseado y máximo protagonista de la política española de las últimas semanas. Ha pasado del barranco a la cima de los Pirineos sin despeinar su nutrida y envidiada cabellera. Posee, ahora, la llave, el botón nuclear y hasta el teléfono rojo para que Sánchez y hasta los socialistas catalanes bailen la sardana que él desee al ritmo que decida la Compañía Elèctrica Dharma o la Escolanía de Montserrat, tanto da.
Nunca un dirigente tan mediocre y poco experimentado había logrado que le germinara una flor en el culo en tan corto y adverso espacio de tiempo como Puigdemont. Si las negociaciones fracasan con el PSOE su paso por la gloria de las portadas es ya imborrable. Si se repiten las elecciones mejorará los resultados a costa de los despistados de ERC. Si Sánchez consigue la investidura volverá a ser determinante para garantizar los presupuestos y las principales iniciativas legislativas. Si pronto somos llamados a las urnas en Cataluña la promoción realizada durante este tiempo será la mejor campaña que ningún estratega hubiera sido capaz de diseñar. Solo puede acercarse ya al cielo belga, o catalán si un sucedáneo de amnistía le permite el regreso a lo Josep Tarradellas. Y como existen vasos comunicantes entre el electorado moderado, todo progreso del prófugo será retroceso electoral de Salvador Illa.
Por si fuera poco, Puigdemont ha logrado sacudirse la presión de la Asamblea Nacional Catalana (ANC) y de Òmnium Cultural. Ambas entidades, meros instrumentos de la élite política para el proceso secesionista, ganaron músculo ideológico y en algún momento se animaron a reclamar para ellos una suerte de soberanía popular fuera del sistema democrático. Hoy resultan más incendiarios e inútiles políticamente que otra cosa, como han dejado claro este 1 de octubre.
La única china que le aprieta en el calzado al afortunado Puigdemont está en los in crescendo que tanto JxCat como ERC han puesto sobre la mesa negociadora en el entorno de la Diada y el aniversario del referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017. Su peticionario ha ascendido a medida que pasaban los días y puede constituir una trampa en sí misma que dé la coartada a Sánchez para presentarse ante el país como un auténtico hombre de Estado que rechaza referéndums secesionistas o peticiones análogas. Que al final de tanta escenificación decide convocar de nuevo a votar en enero de 2024, con el permiso del CIS de Félix Tezanos y de los estrategas de los golpes de efecto monclovitas.