Puigdemont y Díaz han protagonizado una de las imágenes más lamentables de la política reciente de nuestro país. La visita de la vicepresidenta del Gobierno al prófugo en Waterloo es infame, pisotea a millones de catalanes y escupe sobre España en su conjunto. Pero, tal vez, el problema radica en el encuadre. La escena es mucho más amplia, aunque nos empeñamos en dar protagonismo al máximo responsable del intento de golpe de Estado del 2017. Él ya no engaña a nadie.

El expresidente catalán juega sus cartas. Las circunstancias le han dado un poder que hace tiempo perdió. Pide la amnistía y un referéndum. Y nos echamos las manos a la cabeza. ¿Qué esperaban? Enfrente se sienta el Gobierno, o la parte más radical de él, la de Sumar, que tampoco engaña a nadie con el asunto de los nacionalismos y su cercanía a los separatistas. Entre ellos se entienden. Pero ambos representan a unas minorías y no merecen esta amplia cobertura.

El foco, por el contrario, debería estar sobre los dos grandes partidos, PSOE y PP, que, parece mentira, pero ha tenido que salir Santiago Abascal para poner algo de sentido común ante el dislate de la investidura y las estrambóticas negociaciones de Pedro Sánchez para seguir en la Moncloa: “La opción menos mala es un pacto PP-PSOE, y que no se subaste la nación”. Repudiado, orillado, apestado, con un discurso populista de extrema derecha, castigado en las urnas… pero el líder de Vox es de los pocos que han dicho algo sensato acerca de la gobernabilidad de España: que se pongan de acuerdo las formaciones tradicionales. Da para pensar. Igual el hecho de que lo haya dicho él es la excusa para ni siquiera intentarlo.

Abascal lleva mucha razón. Tal vez desde dentro de la vorágine cuesta verlo, pero si sus señorías se abstrajeran verían que esta situación es absurda. No tiene ningún sentido que el PSOE pretenda tener más puntos en común con los separatistas de Junts que con el PP. No los tiene. Y, de hecho, solo ha trascendido que lo único que ganaría Sánchez ante una nueva cesión al nacionalismo es seguir en la Moncloa. Ese es su nexo con el separatismo más radical hoy por hoy: la presidencia.

Queda claro, pues, que si PSOE y PP, PP y PSOE, no se ponen de acuerdo es porque no quieren. Porque pesan más los egos y los complejos que el bien común. Entre uno, Sánchez, que tan especial se considera partiendo de su rara fecha de natalicio (29 de febrero), y el otro, Feijóo, que, acostumbrado a ganar todas las elecciones con mayoría absoluta, se muestra incapaz de gestionar esta nueva situación para él (el intento de reunión con Junts y su posterior paso atrás es de traca), la verdad es que pintan bastos. Igual Abascal también se equivoca, y lo menos malo sea ahora volver a las urnas. A ellas nos encaminamos.

A todo esto, el Gobierno ha metido la pata hasta el fondo con la concesión a la selección femenina de fútbol de la medalla al Mérito Deportivo. El Ministerio de Cultura y Deporte, que anda desubicado todavía con el caso Rubiales, ha publicado en el BOE el reconocimiento a las 23 campeonas del mundo, así como al cuerpo técnico, con sus nombres y apellidos… pero se ha equivocado con el de la capitana, Ivana Andrés, que ha confundido con la influencer Ivana Icardi. Para colmo, el suyo es el primer nombre de la lista, el primero que se ve. Lo hacen adrede para desviar la atención, no cabe otra posibilidad.