Apasionante fin de semana. El viernes era designada Maider Etxebarria alcaldesa de Vitoria. El sábado lo conseguía Jaume Collboni en Barcelona. Ambos tienen en común ser socialistas, haber quedado segundos en las elecciones municipales y recuperar la vara de mando para su formación 12 años después de haberla perdido.

En ambos casos, el PP de Alberto Núñez Feijóo ha resultado determinante con sus votos para impedir que una formación o una alianza de fuerzas independentistas tomara el control de ambas capitales. Es un gesto que resitúa a los populares en la campaña de las generales de julio. Una actuación que le distingue de Vox de manera meridiana y que le da una tarjeta electoral de juicioso partido de estado.

El cabreo del independentismo catalán al quedarse sin la alcaldía de la segunda ciudad española es monumental. Los grandes perdedores no son Xavier Trias y Ernest Maragall, dos viejos rockeros que pasarán a la historia barcelonesa con la mochilla de sus últimos y respectivos fracasos indepes. Los que se estrellan realmente son Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, cuyas estrategias y formaciones políticas salen de las elecciones municipales con la pancarta del victimismo y el lamento que esconde un estrepitoso fracaso. El independentismo retrocede. Durante mucho tiempo creció por incomparecencia del adversario. Ya no están solos, esa es la novedad.

Los nacionalistas se llevan las manos a la cabeza porque el PSC arrebate la alcaldía a Trias, que resultó la lista más votada. En Girona ha pasado justo al revés, la candidata socialista, Sílvia Paneque, fue la que obtuvo más apoyo en las urnas, pero no gobernará porque Junts ha preferido traspasar la alcaldía al heredero de una de las sagas familiares de la ciudad, los Salellas, que se presentó por las listas de la CUP.

Donde las dan las toman, debió pensar Salvador Illa cuando en las últimas horas ayudaba a Collboni a urdir el pacto final. Barcelona es capital para los intereses del primer secretario del PSC: convertirse en el futuro presidente catalán. El dirigente sudó tinta hace justo una semana cuando una representación de grandes empresarios de la ciudad le acorraló para pedirle que contribuyera a que Ada Colau y los suyos desaparecieran del mapa político barcelonés. Son los mismos que desearían verle al frente de la Generalitat, pero sin el sectarismo psicótico de Barcelona en Comú a su alrededor. Esa representación patronal abogaba por un pacto de socialistas y Junts que diera a Trias la alcaldía.

Illa compró una parte del mensaje y consiguió a última hora zafarse de Colau. No resultó fácil. Fue a Madrid el viernes. Moncloa intervino de forma activa y Yolanda Díaz hizo pedagogía con sus socios catalanes. La candidata de Sumar colaboró. Idéntica exigencia para acabar con el colauismo llegaba de los negociadores del PP. Los Comunes purgaron durante la semana una parte de su dogmatismo y el sábado se situaron frente al espejo: si Trias gobernaba deconstruiría el modelo de ciudad forjado durante ocho años; si apoyaban a Collboni sucedería una evolución en dirección distinta, pero sin involución. Al final, la presión de Yolanda, el posibilismo con las listas a las generales y la raíz izquierdista precipitó el trágala que Colau y los suyos anunciaron la misma mañana del sábado. Mejor salvar algún mueble que cargarse toda la mudanza.

De perdidos, al río. Colau, con su altanería retórica habitual, cometió la indiscreción de desvelar la propuesta socialista de un pacto secreto para mantener relaciones por debajo de la mesa y así lograr el voto del PP. Fue al pronunciar su discurso en el acto de investidura. Los socialistas querían Barcelona sí o sí. La Ciudad Condal supone una pica roja brillante en el mapa español; actúa como palanca ante las futuras autonómicas, y desde los primeros ayuntamientos democráticos el PSC conserva un sentimiento de propiedad respecto al poder municipal en el entorno metropolitano barcelonés. Cuando la concejala lo largó, muy digna y aclarando que no lo aceptó, Collboni ya era alcalde.

Collboni es cambio, aunque venga de la entraña consistorial --de hecho, salvo el cabeza de lista de Vox todos los contendientes acumulan larga experiencia en el Ayuntamiento de Barcelona-- y su rostro en la investidura fuera de incrédula tensión. Es cambio porque gobernará en solitario hasta después de las elecciones generales y luego pactará con equilibrios y geometrías diversas para preservar el poder obtenido. Es cambio en tanto que sus formas educadas y conciliadoras ya son en sí mismas un signo de distinción con respecto al equipo que abandona la casa consistorial. Es además simbiótico con su jefe en el partido y ya circulan bromas sobre el ocaso de las superillas de Colau y el esplendor del Súper Illa que acompaña a Collboni y tuvo la responsabilidad de la tramoya negociadora.

Quizá de ahí pueda derivarse que, más allá de entornar las ventanas y ventilar la podredumbre sectaria y populista que atufa la corporación, poco más sucederá hasta después del verano. No todas las cartas están boca arriba. Conviene saber qué sucede con la Diputación de Barcelona, el apartadero de cargos que utilizan los partidos en cada provincia, y medir con pie de rey los resultados de las generales. Ahí empezará de verdad la alcaldía del dirigente socialista que, con paciencia y saliva, remontó un dificilísimo partido en el último minuto al más puro estilo del Bernabéu de las grandes ocasiones.