Sí, es cierto. Entrar en Twitter aboca a caer en las provocaciones. A huir de la mesura y alimentar el ruido en temas donde la demagogia eclipsa cualquier tipo de raciocinio. Ocurrió hace unos días, cuando leí –o interpreté— que un tuitero culpaba al Gobierno de Pedro Sánchez de las muertes por violencia de género con las que, de forma fatídica, ha comenzado 2023. Enzarzados en una discusión, no bronca pero sí intensa, llegamos a un punto de encuentro: a la necesidad de garantizar ayudas laborales a las víctimas para que puedan marcar distancias de sus agresores y evitar así desenlaces fatales.
Ni él ni yo descubríamos nada nuevo --de hecho, el SEPE ya financia la formación e inserción de víctimas de violencia de género o de explotación sexual, aunque quizá sea insuficiente--, pero sí nos demostramos mutuamente la capacidad de abordar esta lacra sin populismos. Sin partidismos. Sin utilizar los asesinatos de mujeres como arma política. Porque esto es precisamente lo que está pasando. Determinados dirigentes del PP están traicionando el espíritu de aquel Pacto de Estado contra la Violencia de Género, precisamente aprobado durante el Gobierno de Mariano Rajoy, fruto de la unidad de todos los partidos políticos, instituciones y asociaciones de mujeres. Una unidad ahora rota por el negacionismo de Vox, una parte del PP que le sigue la corriente y el blanqueamiento del machismo en el que incurren algunos analistas mediáticos.
Una unidad, insisto, que bien merece ser invocada en estos momentos de bronca parlamentaria y de pactos ultraconservadores en comunidades autónomas gobernadas por el PP donde no se ejecutan los fondos destinados a combatir el asesinato de mujeres.
Aquel Pacto nació, es cierto, con amagos por parte de los populares de diluir el gasto destinado a la lucha contra la violencia doméstica en los Presupuestos Generales del Estado. La presión de las feministas y la llegada del PSOE garantizó que ese instrumento de lucha contra la lacra social tuviera una financiación diferenciada. Queda mucho por hacer, es obvio, porque es un tema complejo en el que el rigor punitivo debe ir acompañado de iniciativas educativas y sociales. Y de un constante análisis de las causas.
¿Pero qué ha pasado en estos últimos cinco años? Pues que cada vez que el Gobierno de PSOE y Podemos ha intentado avanzar en ese terreno, ha salido la derecha reaccionaria a vetar, por ejemplo, la educación sexual en las escuelas mediante un estéril debate sobre la edad óptima para recibir ese tipo de instrucción, o si tienen que ser los padres o los profesores los responsables de la misma. Obviando que, lo hemos comentado en alguna ocasión en esta columna, sin referentes paternos o educativos, los niños acuden a internet, donde se ofrecen contenidos que relacionan violencia y relaciones sexuales.
Cada vez que este Gobierno ha intentado extender redes de apoyo a las víctimas se ha cuestionado hasta el último euro destinado a las asociaciones, buscando la vinculación de algunos activistas con PSOE o Podemos. Cada vez que este Gobierno ha fomentado una visión contraria al androcentrismo y el machismo, se le ha tildado de demagogo por parte de quienes pecan de lo mismo.
Cada vez que se ha pretendido avanzar en reformas legales, con sus grandes errores, efectivamente --la ley de solo sí es sí es una chapuza--, ha saltado por los aires el espíritu de aquel Pacto de Estado contra la violencia de género y se ha politizado la cuestión hasta extremos perversos. Como el de culpar al Ejecutivo de los crímenes acontecidos este principio de año. Perversos porque algún día se tendrán que analizar, por ejemplo, los argumentos machistas utilizados contra las dirigentes de Podemos. Y quien no quiera verlo es que realmente ha normalizado los discursos misóginos.
Para ser justos, hay que desvelar que, también en Cataluña, una parte de la oposición política ha querido responsabilizar al Gobierno de Pere Aragonès de la violencia doméstica que se comete en esta comunidad. Y esa no es la vía. Negarse a tender la mano en momentos de crisis por pescar cuatro votos, lo vimos durante la pandemia, crea desafección política. Y sobre todo, la peligrosa idea de que las leyes no sirven para nada. De que cada cambio de gobierno va a suponer un paso atrás en determinadas luchas. De que los asesinatos de mujeres a manos de sus parejas no es fruto del machismo, sino de que el autor tuvo un mal día. De un nihilismo que quebranta el pacto social.