Casarse con una compañera de partido entra dentro de lo habitual, como sucede en otros ámbitos profesionales. Llevar a esa colega a un Consejo de Ministros donde el marido es el vicepresidente ya es otra cosa, ni buena ni mala, pero extravagante en los sistemas democráticos y algo más corriente en las dictaduras. Por eso es comprensible que el escrutinio de la gestión de Irene Montero sea más puntilloso que el de cualquier otro ministro, excepción hecha, claro está, de Alberto Garzón.
Si tenemos en cuenta el tono y la acritud del mismo Pablo Iglesias cuando estaba en el Congreso como diputado raso y también ahora que pontifica desde algunos de los medios más poderosos del país; o sea, si no olvidamos el estilo dialéctico de Podemos, no hay mucho de lo que extrañarse por más bestias que sean los ataques que ambos reciben.
Montero no solo se ha equivocado con la ley de la libertad sexual, que es una chapuza, sino sobre todo con la furibunda reacción que dirigió a los jueces. Su insistencia en el error, con la inestimable ayuda de su compañero y los activistas más pelotas de Podemos, la han situado en el centro de la diana como el eslabón más débil del Gobierno. Una posición de vulnerabilidad a la que contribuye, obviamente, su protagonismo de segundo plano en la guerra que su marido ha abierto contra Yolanda Díaz, que erosiona a Unidas Podemos y al propio Ejecutivo de coalición.
Pero todo tiene sus límites. Si a Iglesias le molestó que en su día una diputada le recordara la actividad violenta de su padre en el pasado, otro tanto les debió ocurrir a unos cuantos millones de votantes socialistas cuando él se regodeó en la cal viva. Y, como le ha recordado alguien del PP, también hizo alusiones machistas y desvergonzadas a Ana Botella por ser la esposa del entonces presidente del PP.
En un gesto caudillista que le retrata, Pablo Iglesias condenó hace poco a los periodistas que criticaron la actitud “objetiva” de Unidas Podemos ante la agresión rusa contra Ucrania. Desde su punto de vista, era como llamar “putinistas” a los podemitas por su neutralidad internacionalista, y a partir de ahí consideró a esos columnistas enemigos del progreso y siervos de la ultraderecha.
Esa fue una oportunidad perdida por parte de todo el arco parlamentario y mediático para poner en su sitio al líder podemita y sus tendencias mesiánico-autoritarias. Y estos días todos hemos vuelto perder otra gran ocasión para repudiar a una organización como Vox que ha entrado en las instituciones democráticas para acabar con ellas. Montero no solo ha sido el eslabón más frágil objetivo de un ataque político, sino la víctima de una jauría violentísima que ve en ella el miembro más abatible de la grey; el primero de una larga lista.
Son episodios que no podemos relatar desde nuestra supuesta objetividad como escribanos de los hechos. En este caso, defender a la ministra es defendernos a nosotros mismos, que es tanto como decir a la democracia.