Hace ya tiempo, un independentista próximo a ERC me habló de un concepto que hice mío con prontitud: la narcosala catalana. Mi interlocutor es persona razonable, capaz de mantener su pasional sentimiento, pero relativizarlo con el tamiz de la razón. La independencia de Cataluña es una quimera imposible a estas alturas del siglo XXI y lo que debían hacer sus colegas secesionistas no era otra cosa que sacar lecciones del procés que se inventó Artur Mas y al que todos se unieron sin pensar demasiado en las consecuencias para el nacionalismo de aquella fracasada aventura. Era su tesis junto a la metáfora del colocón colectivo.
La narcosala no era más que un espacio imaginario al que los partidos políticos habían conducido a la ciudadanía. El sectarismo rupturista era la droga, los medios de comunicación como TV3 y los mantenidos por la Generalitat actuaban como la metadona que consumen los adictos para superar los síndromes de abstinencia. El independentista que inventó el concepto era consciente de que la intoxicación ciudadana había alcanzado un nivel cierto de riesgo y que la narcosala debía abrir sus ventanas y puertas para ventilar la contaminación del lugar y facilitar la salida de la frustración allí acumulada.
La división independentista en la Diada es la constatación plausible de que la narcosala por fin eliminó sus cerramientos. Nada queda el 11 de septiembre de una celebración popular, ya no es más que un festivo regional con el que montarse un puente vacacional y que, para más Inri, este año cayó en domingo. Pero los toxicómanos del independentismo siguen dentro. Son muchos menos, por supuesto. Apenas quedan los que los expertos en adiciones denominan toxicómanos socioculturales, aquellos a los que el consumo de droga les llega por factores como las modas o por finalidades místico-religiosas. Ayer fueron alrededor de 150.000 obstinados.
También demuestra esta última Diada que Cataluña no logrará superar su pleito interno hasta tanto se evapore el independentismo del mapa político y quede, como antaño, reducido a unos pocos gases residuales con presencia parlamentaria. Pleito interno que el nacionalismo lleva años exponiendo con relativa eficacia como un enfrentamiento entre los catalanes y el Estado.
Con la narcosala abierta al público y pocos residentes en su interior, el problema para armar el futuro de los ciudadanos catalanes vuelve a concentrarse en la actitud radical de los nacionalistas más persistentes. Representados ahora por Junts per Catalunya y la CUP (los padres y los hijos), ese colectivo secesionista, hispanófobo indisimulado, xenófobo y muy conservador en términos generales juega un papel de resistencia acorazada que dificulta la gobernación diaria de la autonomía, frena su progreso y liderazgo económico.
Ese independentismo residual, pero aún vigoroso gracias a los fondos públicos, actúa como la polilla, que se instala en el armario y devora la ropa lentamente. Si las plagas son difíciles de exterminar, la polilla independentista aguantará bastantes años antes de que remita y haga posible la convivencia y el avance democrático real. La Diada de 2022 es una prueba de su existencia y de las dificultades para la Cataluña del futuro. Convendría que nadie fuera de Cataluña, ni por supuesto en la corte de Madrid, simplifique la cuestión: esa realidad no desaparece solo a golpe de insecticida.