El suceso de corrupción que ha estallado en Madrid reúne todas las características del vodevil típicamente español: prensa rosa, lujo, dinero a espuertas, política y, por encima de todo, aprovechamiento, sentido de la oportunidad para meter la mano en el bolsillo ajeno en el momento adecuado: el descuido.
Esa coyuntura se produjo en marzo de 2020 cuando, recién decretado el confinamiento por la pandemia, todo el mundo andaba en busca de unos productos sanitarios de tan bajo valor añadido que su elaboración se había desplazado a mercados lejanísimos. De pronto, la demanda era tan brutal y la oferta tan escasa que los intermediarios se permitían exigir el cobro por anticipado con dudosas garantías de entrega.
En ese ambiente, el 18 de marzo Luis Medina y Alberto Luceño enviaron los primeros mails al Ayuntamiento de Madrid ofreciendo su intermediación. La comisión de una factura de 14,53 millones de euros subió a la astronómica cifra de 5,6 millones, casi un 40% que sería menos escandaloso si los artículos no hubieran sido inservibles. Dos meses después no solo ya habían cobrado, sino que gastaban sus cuantiosas ganancias en artículos de lujo.
Medina empleó sus 800.000 euros en un velero de 13 metros --325.000 euros--, que mostró impúdicamente ese mismo verano en los amarres de Sotogrande; y en adquirir renta fija del Deutsche Bank, al que compró bonos por valor de 400.000 euros. O sea, se dio un capricho, pero el 50% de la ganancia fue a parar a valores seguros.
Su compinche se llevó el resto de la mordida, según la acusación del fiscal. Llama la atención que un pájaro que vive a salto de mata como el tal Luceño se desprenda de 60.000 euros en pasar una semana en un hotel de Marbella, gaste otros 42.000 euros en tres relojes de la misma marca –Rolex-- y nada menos que dos millones en 12 vehículos de hiperlujo. El pillo, según la terminología que ha elegido Alberto Núñez Feijóo para definir a estos personajes próximos al mundo del PP, solo invirtió 1,1 millones en un valor seguro, el piso de Pozuelo de Alarcón que ha localizado la fiscalía.
Resulta curioso que el más cabeza hueca de los dos comisionistas, el asiduo de las revistas del corazón y los karaokes, invierta el 50% de la mordida en un activo conservador que le cubre el riñón, mientras que el otro apenas destina a ese mismo objetivo un 20% de lo suyo; y, sin embargo, entierra el 50% en una flota de coches despampanantes, pelucos y una factura imponente en un hotel de la Costa del Sol.
Si alguien dijera que Luceño era el encargado de repartir los agradecimientos, que los automóviles eran comisiones opacas a Hacienda para devolver favores en forma de cesión de uso, como el hotel y los rolex quizá habría que darle crédito. Un método difícilmente detectable que el embargo dictado por el juez instructor puede poner patas arriba.
La impunidad, la confianza y el descaro con que este tipo de comisionistas han venido actuando les ha llevado a no caer en la cuenta de que la mordida era demasiado grande para sus fauces. Tanto que obligaron a los bancos y a la oficina antiblanqueo a entrar en acción, la única noticia positiva del suceso: que los mecanismos con que el Estado se ha dotado para luchar contra la corrupción funcionan. Por lo menos, a veces.