Tenemos la suerte de vivir en un Estado del bienestar. Maltratado por tres sucesivas crisis económicas que implicaron unos recortes de los que todavía no se ha (hemos) recuperado, pero, en el fondo, un buen Estado del bienestar.
Vaya por delante que entre todos nos hemos dotado de un sistema sanitario que aún genera envidias, se cobran pensiones y se ha blindado algo tan básico como el derecho a ponernos enfermos. Nuestras bajas de maternidad y paternidad son de las más largas de Europa, nuestras fuerzas de seguridad no tienen el gatillo fácil y se debate cómo incrementamos el poder adquisitivo de los trabajadores (cuestión muy diferente a una subida del SMI).
Con todo, las fisuras que tiene un sistema que intenta ser lo máximo garantista posible llevan a casos escandalosos como el que ha sucedido en Lleida. Un padre que intenta denunciar por todas las vías posibles que la Generalitat, a través de la Direcció General d’Atenció a la Infància i a l’Adolescència (DGAIA), se ha llevado a sus hijos a pesar de reconocer que no están en una situación de “desamparo”.
Lógicamente, es algo más complejo. El denunciante es padre de tres menores. La mayor, a la que ha cuidado desde que tiene un año de edad, no es su hija biológica. El problema es que nunca llegaron a ser una familia enlazada, ya que la primera pareja de la mujer ha visto a la pequeña en tan solo dos ocasiones en sus 11 años de edad.
El trauma de todos ellos es la muerte de la madre, que tuvo lugar en el verano de 2020. La familia se trasladó a vivir a Tàrrega (Lleida), de donde es natal el denunciante para estar cerca de los suyos y tener una red de apoyo en la crianza. Pero el padre biológico de la mayor le reclamó la custodia y un juzgado se la ha otorgado ya que, con la ley en la mano, el ADN de una persona prevalece a quién es el cuidador de referencia.
Esto, unido a que una de las tías de los pequeños llamó a DGAIA para denunciar la marcha de Barcelona e informar de que una de las niñas no era hija biológica del padre de familia, es el punto de partida de uno esos casos que debería abrir una reflexión colectiva para evitar que se repitan.
Actualmente, los niños permanecen en un Centro Residencial de Acción Educativa de Ponent. Allí, la mayor debe iniciar el proceso que le llevará a residir con su padre biológico (que tiene la custodia) y se ha decidido que lo mejor para su salud mental es “preservar la convivencia de los menores”, lo que supone apartar a los otros dos pequeños de su padre biológico. Los documentos a los que ha tenido acceso Crónica Global y han sido corroborados por los portavoces de la DGAIA, indican que las “desavenencias familiares” explican la rástica decisión de la Administración. Todo ello, en una familia en la que los menores “no están en situación de desamparo”. Se reconoce que están cuidados y tienen sus necesidades físicas y afectivas cubiertas.
Vivimos en un buen Estado del bienestar, pero tan garantista que lleva a situaciones inhumanas. Los tres niños deberían recibir el apoyo emocional y afectivo necesario ante un trauma añadido al que han vivido --a la muerte de su madre se suma la separación de su padre--, pero no pueden percibirlos porque no hay recursos para ello. El mismo sistema que decide que debe preocuparse de tres menores no dispone de las manos necesarias para hacerlo.
En nuestro Estado del bienestar, ¿hay margen para reconocer que se ha metido la pata hasta el fondo? Y, lo más importante, ¿se puede reparar el daño causado?