Decía esta semana el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, en relación a la crisis entre Rusia y Ucrania, que “si bien esperamos y trabajamos para una solución buena, la desescalada, también nos preparamos para lo peor”.
Es un sabio planteamiento en línea con el archiconocido aforismo de origen romano “si quieres la paz, prepárate para la guerra”. Una máxima que, en todo caso, no es incompatible con ninguna otra vía diplomática de acercamiento y diálogo con el adversario.
El propio Gobierno de España, a través de su presidente y del ministro de Exteriores, ha abrazado la estrategia de la alianza atlántica. Pedro Sánchez ha apelado al diálogo con Putin, a la vez que le ha advertido de que una invasión militar de Ucrania conllevaría “consecuencias masivas y gravísimas” a nivel económico para Rusia. Mientras que José Manuel Albares ha insistido en que estamos “en momento de diplomacia, distensión, desescalada y disuasión”.
Es decir, palo y zanahoria para los malvados con los que estamos condenados a convivir. Todo muy correcto, no hay duda. Sin embargo, muchos se preguntarán: ¿y por qué no aplica este Gobierno el mismo criterio con nuestros malvados domésticos? ¿Por qué no implementa la táctica de la distensión y la disuasión con quienes reventaron la convivencia en Cataluña, declararon la independencia, amenazan con volver a hacerlo en cuanto tengan oportunidad y siguen saltándose la ley?
De momento, hemos visto muchas medidas de distensión (todas ellas, inútiles, por cierto): conceder indultos a condenados por sedición (en contra de los criterios de la fiscalía y del tribunal sentenciador), establecer una mesa de diálogo, retirar la acusación a los líderes independentistas por los gastos del procés en el Tribunal de Cuentas, etc. Pero no ha habido ninguna decisión encaminada a la disuasión.
Y todo apunta a que seguirá siendo así. Basta con revisar el discurso de la toma de posesión de la flamante nueva delegada del Gobierno en Cataluña, Maria Eugènia Gay, de la semana pasada.
En los apenas cinco minutos que duró su intervención, la exdecana del Colegio de Abogados se hartó de hacer llamamientos a la concordia, a la paz social, a los acuerdos, a los consensos, a la colaboración de las administraciones, a la confianza, a la generosidad, a la lealtad, al entendimiento, a la cooperación, al diálogo. Tuvo tiempo para recordar a las víctimas de la violencia machista, a los servidores públicos (en la sanidad, la educación, las fuerzas de seguridad), a la lucha contra la desigualdad y a la transición ecológica socialmente justa.
Pero no encontró siquiera unos segundos para advertir a los nacionalistas que controlan la mayor parte de las administraciones en Cataluña de que la Delegación del Gobierno perseguirá (como es su obligación) todos su intentos por incumplir leyes y sentencias. Olvidó avisar a la Generalitat de que pondrá todos los medios a su disposición para que cumplan la sentencia sobre la inmersión. No dijo ni una palabra sobre que la Alta Inspección de Educación vaya a fiscalizar que realmente se imparta el 25% del horario lectivo en castellano. Ni tampoco la oímos anunciar que la Delegación iniciará los correspondientes procesos para que los ayuntamientos catalanes cumplan la Ley de Banderas (cientos de ellos la incumplen, como innumerables edificios públicos).
En definitiva, el mismo error de siempre. Los mismos complejos de toda la vida. Las mismas ganas de hacerse perdonar. Mucha distensión pero ninguna disuasión. Y eso, con los nacionalistas catalanes, hace años que quedó demostrado que no funciona.
Y, por cierto, hubiese sido un detalle que, con la que está cayendo, la delegada del Gobierno en Cataluña hubiese pronunciado una frase en castellano durante el acto oficial de toma de posesión del cargo. Al menos una.
Mucha suerte, excelentísima señora, la va a necesitar.