La escena se produjo el lunes pasado en una clínica de rehabilitación de Barcelona. Una fisioterapeuta masajeaba el brazo de una chica joven, más o menos de su edad, unos 25 años. Mientras tonificaba su tríceps, le informó de que el viernes siguiente, día 31, no tendría sesión porque el centro cerraba, como había pasado el 24, y, con una sonrisa en los labios, añadió que aprovecharía para hacer una escapada de una semana.
La paciente era nueva, puesto que le tocaba acudir el viernes, pero no sabía que el anterior no hubo tratamientos; era la primera vez que hablaba con la fisio. Aun así, era una situación de esas que invitan a la charla intrascendente sobre el tiempo, el tráfico... o los viajes.
--¿Y tienes planes?, le preguntó.
--Si, queremos coger el coche y bajar por la costa: Valencia, Murcia, hasta Granada.
--¿A Granada? ¿Por qué Granada?, dijo con un tono de extrañeza, como si la curiosidad que le había despertado el destino fuera lo más normal del mundo, como si le hubiera dicho que viajaría a Chiloé, o una cosa así.
--No sé. Me han dicho que hay ambientillo, respondió la chica con normalidad.
Cuando la preguntona se marchó sin porfiar más en su tácita desaprobación, la rehabilitadora empezó con otra paciente que estaba cerca y que había pegado la oreja.
--No he podido dejar de oír que vas a Granada. Está muy bien, es muy bonita y, efectivamente, con mucho ambiente porque tiene una gran universidad.
--Ah, no lo sabía, comentó la fisio.
--Sí, aunque ahora los estudiantes estarán en casa, conserva ese aire que tienen las ciudades con universidades muy potentes para su tamaño, como Salamanca o Santiago de Compostela.
--Ah, no lo sabía, repitió.
Y mientras le hacía estiramientos en la pierna, la charrameca le entró de nuevo, quizá animada por el escaso conocimiento del país que aparentaba su interlocutora.
--Pues, antes de llegar a Granada dejaréis a vuestra izquierda el Cabo de Gata, que no está nada mal.
--Ah, ¿sí? ¿Y dónde está?
--En la provincia de Almería --apuntó la metereta--. Hay un pueblo en la zona que merece la pena, se llama San José.
--Estupendo, me lo anotaré; que si no, se me olvida, respondió la rehabilitadora.
Un día antes de que se produjeran estos diálogos, el presidente del Colegio de Médicos de Barcelona, Jaume Padrós, había explicado en Twitter las diferencias definitivas entre catalanes y españoles, unas reflexiones que se le ocurrieron a propósito de la afición barcelonesa a los canelones el día de San Esteban; un fenómeno mundial, según su docta opinión. El Cid Campeador y Don Pelayo, concluía el pájaro, no tienen nada que ver con nosotros.
No es que este señor, un antiguo diputado de CiU que habla por los codos, tenga mucha influencia en la opinión pública, no; se limitaba a hacer el ridículo de nuevo.
Pero su desahogo tuitero refleja la ideología que se inocula en la escuela catalana y los medios de comunicación públicos y concertados, la del movimiento nacional que gobierna Cataluña. Los resultados de esa gota malaya aparecen de forma meridiana en la conversación del centro de rehabilitación reproducida más arriba.
Una mujer joven que encontraría de lo más normal unas vacaciones en Vietnam o Estonia se siente con fuerza moral para cuestionar un destino español. Y una terapeuta con estudios superiores --un grado universitario de cuatro años-- que ignora dónde está el Cabo de Gata o que en España existen ciudades con una gran tradición universitaria.