Con esta frase arrancó Josep Tarradellas su famoso discurso del 17 de octubre de 1977 desde el balcón del Palau de la Generalitat, aquella intervención que vertebró en torno al Ja sóc aquí, un saludo con el que decía adiós a la etapa de la dictadura y abría otra en la que todos los esfuerzos debían orientarse hacia la construcción de una Cataluña “próspera, democrática y llena de libertad”.

El viejo republicano, que encarnó la recuperación de las instituciones abolidas por la dictadura, suscitó un profundo consenso, puede que el único en los últimos 40 años de Cataluña, el periodo más libre y constructivo que ha conocido en su historia reciente.

Cuando hablaba de ciudadanos de Cataluña sabía muy bien a qué se refería. "Catalans y no catalans", dijo en otro momento de su intervención para reconocer el trabajo de quienes habían hecho posible la vuelta a la democracia tras la derrota de 1939 y el largo régimen franquista. Reconocía la misma categoría civil a los nativos y a los de fuera, sin conceder mayor importancia a la procedencia de cada uno, su idioma o su ideología; ni recurrir al fariseísmo que durante tantos años usó Jordi Pujol y su nacionalismo para esconder la verdad oculta tras aquel un sol poble.

Por eso es de agradecer que gentes como Laura Borràs se despojen de sus disfraces institucionales y hablen de “los castellanos” para referirse a catalanes de pleno derecho que no tienen el catalán como idioma habitual. Ya veremos qué dice, si es que aún tiene altavoces para hacerse oír, cuando sean americanos, africanos o asiáticos quienes reivindiquen --exijan-- sus señas de identidad en Cataluña.

Durante la dictadura, los Borràs de turno hablaban de los castellanos para referirse a los obreros llegados de fuera cuando lo hacían educadamente; si se dejaban arrastrar por el instinto se referían a los charnegos, murcianos o gallegos. Si el forastero era notario, empresario o un profesional, la consideración cambiaba. Está claro que ellos vuelven donde solían. Se han quitado la máscara.

Es cierto que el final del procés trata de mantener la confrontación con lo único que les queda, la lengua. Estamos de acuerdo en que la polémica actual, el caso Canet de Mar, es un recurso más, otro capítulo de la comedia que anteponen a cuestiones básicas de la vida como la pobreza o el racismo.

Pero probablemente ha llegado el momento de poner las cosas en su sitio. Si el nacionalismo catalán mantiene su proyecto de distinguir a los ciudadanos en función del idioma, de la procedencia o de los apellidos, está bien que lo haga a las claras y sin subterfugios. Ahí estaremos todos porque, aunque se empeñen en meter la cabeza debajo del ala, el recuerdo del 17 de agosto de 2017 pervive: jóvenes de ascendencia magrebí con un dominio nativo del catalán adquirido en la Cataluña más catalana demostraron ser impermeables a los valores humanos, sociales y políticos del sistema. El idioma es un instrumento, no una identidad.

Los sociólogos no acaban de ponerse de acuerdo en si el hombre es bueno por naturaleza, pero que la educación y la sociedad le corrompen, o si nace ya con los instintos animales de otras especies. En cualquier caso, está claro en qué lado se situaba Tarradellas cuando apelaba a la concordia --y la prosperidad-- aun reconociendo las diferencias entre los ciudadanos. Como también resulta evidente qué instintos excitan quienes califican de ataque a Cataluña que un tribunal exija el cumplimiento de la ley catalana de enseñanza, arengan a la gente, se suman a manifestaciones de victimismo (la cuna del odio) y crean cuerpos parapoliciales de vigilancia lingüística.