Siguiendo el ejemplo de mis compadres Xavier Salvador y Joaquín Romero, también yo les voy a explicar por qué empecé a hablar catalán tras haber sido educado (o algo parecido) exclusivamente en castellano, tanto en casa como en la escuela. Si no recuerdo mal, lo hice por un solo motivo: la vergüenza que me daba, habiendo nacido en Barcelona, obligar a todo el mundo a cambiar de idioma para dirigirme la palabra, aunque puede que hubiera algún estímulo externo, una cierta seducción experimentada por las canciones de Pau Riba y Jaume Sisa, que me parecían a la altura de las de los cantantes y grupos anglosajones que componían el grueso de mi consumo musical durante la adolescencia.
Más adelante, comprobé que el catalán era el idioma ideal para llevarles la contraria a los lazis y, a ser posible, sacarlos de sus casillas, pues si te tomabas sus delirios a chufla en español, siempre se te podían quitar de encima pensando que eras un charnego (ahí no andaban muy desencaminados) o que eras de fuera de Cataluña o que, aunque fueras de aquí, el autoodio te había llevado a prescindir de tu (supuesta) lengua propia. No tardé mucho en comprobar que echar por tierra sus argumentos en el idioma que ellos habían decidido que era suyo y solo suyo los dejaba, como dirían los anglosajones, flatfooted (o sea, sumidos en un estupor al que no sabían cómo hacer frente).
Tampoco es que me haya matado en mi amor por la lengua (supuestamente) propia: la leo perfectamente, la hablo con cierta corrección y la escribo fatal. Reconozco que, si me la hubiera tomado con tanto interés como el invertido en el francés y el inglés, ahora sería un apañado clon de Pompeu Fabra, pero también es verdad que nunca aspiré a tal cosa: con poder conversar con gente normal e irritar a los lazis, yo ya iba que chutaba. Puede que nunca haya querido con locura la lengua catalana (ni ninguna otra, siempre he reservado tales sentimientos para los seres humanos), pero estos días se está haciendo especialmente evidente que quienes más dicen amarla son quienes más están contribuyendo a que descienda su uso entre la población: la imposición ha generado una curiosa resistencia juvenil que se ha extendido a los mayores, a quienes abrazaron el catalán para aspirar a una convivencia lingüística en igualdad de condiciones y han acabado descubriendo que la administración local nunca aspiró al bilingüismo, sino que, como el Caudillo en su momento, pretendía sustituir un idioma por otro. De ahí la dichosa inmersión, gracias a la cual, combinada con el agit prop nacionalista en los medios de comunicación propios o alquilados vía subvención, se generaría tal asco a España y a su idioma que la independencia llegaría prácticamente sola.
Es evidente que el tiro les salió por la culata, ya que la independencia ni está ni se la espera. Y su pasión por el catalán ha acabado siendo uno de esos amores que matan, pues lo han convertido en un idioma antipático (como podía llegar a serlo en ocasiones el castellano durante el franquismo) que, aparte de no servir para gran cosa --no es tan grave, tampoco son de mucha utilidad las lenguas de los países nórdicos, aunque ahí, por lo menos, las autoridades se encargan de que todo el mundo aprenda inglés--, está siendo abandonado por jóvenes y viejos a causa de la manera en que se pretende extender: los mismos que piden que España les seduzca, omiten la seducción en este caso y optan por imponerlo a las bravas, con los penosos resultados de todos conocidos.
En vez de reconocer que igual están haciendo las cosas mal, los lazis siempre encuentran alguien a quien echarle la culpa: Madrid, los medios de comunicación, las plataformas de streaming, las redes sociales... De ahí la tabarra del 6% en Netflix o la búsqueda desesperada (y supongo que remunerada) de youtubers, instagramers, tiktokers e influencers de todo tipo. Y cuando a un importante sector social se le agota la paciencia con su matonismo --como en el caso de Canet de Mar--, la única reacción del lazismo es el tan español sostenella y no enmendalla: solidaridad con los acosadores, rasgarse hipócritamente las vestiduras en la mejor tradición pasivo-agresiva, acusar a los disidentes de sus propias lacras morales y, ya puestos, un poco de mal rollo interno entre facciones rivales (véase la brillante idea de Laura Borràs, que con algo se ha de entretener hasta que la inhabiliten, de poner en marcha una especie de 155 lingüístico conminando al consejero de educación a que tome las riendas personalmente de la escuela de Canet donde empezó la tangana por un quítame allá ese 25%).
Pese a la intolerancia y la ineptitud de los lazis, el catalán no corre ningún peligro (aunque un melodramático anuncio en TV3, lleno de rostros solemnemente desesperados, diga que la lengua catalana ya ha empezado a extinguirse), pero es cuando menos curioso que sean precisamente quienes más dicen amarlo los que más contribuyen a su marginación. Cada día se parecen más aquellos descerebrados de antaño que, tras haberse cargado a su mujer o a su novia, decían (o pensaban): “La maté porque era mía”.