Aunque parezca inaudito, todavía quedan constitucionalistas bienintencionados convencidos de que se puede dialogar, razonar, negociar y pactar con los nacionalistas. Y eso que sobran los argumentos para descartar por completo esa posibilidad.
Por ejemplo, esta semana el Govern ha anunciado que volverá a desobedecer al TSJC y repartirá los exámenes de Selectividad de forma preferente en catalán, limitándose a ofrecer a quien lo pida explícitamente una versión en castellano o en aranés.
La justicia --gracias a la acción de la Asamblea por una Escuela Bilingüe (AEB)-- ya ordenó en junio pasado a la Generalitat que no mostrara predilección por ninguna de las lenguas oficiales y que mantuviese una estricta imparcialidad lingüística a la hora de distribuir las pruebas de Selectividad. Pero se pasó las advertencias por el forro, a pesar de que los indultos a los presos del procés --a los que algunos atribuían efectos cuasimilagrosos-- estaban a punto de firmarse.
En realidad, aquella tampoco fue la primera vez que el Govern se pitorreaba de los catalanes castellanohablantes en el proceso de selección universitario. Hace muchos años que el atropello contra los usuarios del español --recuerden, la lengua propia de Cataluña-- en ese ámbito es sistemática, premeditada y flagrante.
Estoy convencido de que muchos lectores se preguntarán cómo es posible que la Generalitat se atreva a seguir incumpliendo resoluciones judiciales como esta. Y la respuesta es simple: porque les sale gratis.
La impunidad de la que ha disfrutado el nacionalismo catalán durante cuatro décadas le ha permitido envalentonarse hasta niveles y situaciones incompatibles con una democracia occidental. Los dirigentes independentistas se han acostumbrado a conculcar los derechos de los constitucionalistas sin que nadie les parara los pies.
Sin embargo, en los últimos años algunas cosas han empezado a cambiar. La propia AEB ha sido testigo y causante de algunos de estos avances. La entidad presidida por la incombustible Ana Losada ha logrado innumerables sentencias que obligan a centros escolares de toda la comunidad a ofrecer una parte de la educación (de momento, el 25%) en español, sin que los directores se hayan atrevido a desobedecer. ¿Por qué? Por miedo a incurrir en un delito con graves consecuencias para su persona.
El constitucionalismo --en este caso hay que reconocer la labor de la Delegación del Gobierno en tiempos del PP y reprochar la dejadez en épocas socialistas-- también ha ganado batallas en un buen número de ayuntamientos en los que no se cumplía la ley de banderas. Lo que parecía imposible se resolvía con un par de sentencias que amenazaban con inhabilitar al alcalde de turno si no colgaba la enseña nacional en el interior y en la fachada. Mano de santo.
Algo parecido ocurrió con los referéndums secesionistas ilegales. Es cierto que los responsables de ambos desafíos han tenido que rendir cuentas ante la justicia --o están en ello--, pero también lo es que la aparente gratuidad inicial de la consulta separatista del 9N de 2014 animó a los líderes nacionalistas a repetir la ofensiva en 2017. Afortunadamente, la impecable actuación de la Policía Nacional y la Guardia Civil por mandato judicial el 1-O evitó un nuevo episodio de bochornosa impunidad frente al Estado de derecho como el de tres años antes.
Sea como fuere, lo cierto es que la historia reciente nos demuestra que la única forma de tratar al nacionalismo es asegurándose de que sus actuaciones ilegales no queden impunes. Y cuanto antes lo asumamos todos, mejor será la convivencia entre catalanes.