Más de 38 millones de personas han recibido como mínimo una dosis de la vacuna contra el Covid en nuestro país. Se ha demostrado que con esta primera inmunización las posibilidades de contraer la enfermedad y acabar en la UCI son muy remotas, aunque no imposibles. Y en autonomías como la catalana, la rapidez en la inoculación propicia que a partir de mañana los que hayan cumplido los 30 años puedan reservar cita para ir a uno de los vacunódromos. Es decir, los datos confirman que los incrédulos no tenían razón. La velocidad en hacer llegar las defensas artificiales frente al virus a la población avanza de forma tan rápida como lo ha hecho la ciencia en dar con el antídoto.
El virus muta y ahora la infección es más fácil, tal y como se ha demostrado con la variante británica primero y la india después. Con todo, la vacuna es una barrera fiable. De hecho, y tal y como se advertía desde hacía semanas, el problema actual es la transmisión entre los jóvenes. Los que salen de fiesta, si hacemos un resumen a lo bruto. No son población de riesgo y las posibilidades actuales de que infecten a sus padres o abuelos y sean el origen de los temidos brotes familiares son muy menores porque, efectivamente, los mayores están vacunados. Es más, es probable que hayan recibido la pauta completa (por encima de los 15,6 millones de españoles) y si pasan la enfermedad, será de forma casi asintomática.
Estas perspectivas, además del alivio que suponen para el sistema sanitario, implican que se deba pensar ya en el escenario postpandemia. Más allá de los indultos y de las batallas políticas para arañar votos entre formaciones que están en la frontera ideológica, aunque en posiciones cada vez más alejadas, el Gobierno y la oposición en su posición de fiscalizadora deberían empezar a planificar cómo será la España que dejará la crisis epidemiológica y la económica que va unida a ella.
La euforia en el repunte del PIB por el fin de la retención del consumo privado que ha existido por la incertidumbre de la pandemia parece claro. De hecho, las últimas estimaciones económicas dibujan un escenario más optimista de lo que indican todos los cuadros macroeconómicos, desde el FMI al del Ejecutivo. Hay tanta euforia en este sentido que incluso la ministra de Economía, una siempre prudente Nadia Calviño, se ha permitido hacer declaraciones públicas sobre la "gran recuperación".
Se respira un ambiente de exaltación a las puertas de las vacaciones. Aún es pronto para planificar de nuevo viajes al sudeste asiático tan habituales antes de la pandemia, pero si alguien busca un billete para ir a las islas en las próximas fechas verá como los precios han repuntado a la par que la demanda. El turismo interior será de nuevo la tónica general del verano, con excepciones como los viajeros que llegan desde Francia en coche (y ya han llegado a la Sagrada Familia y los bares de las Ramblas) o los británicos que pasan de las recomendaciones de su Gobierno, ya que también están inmunizados, y cumplen con esa máxima del “ponte gamba en Lloret de Mar”.
Que este tipo de turistas sean casi los primeros en entrar en los hoteles de Barcelona demuestra que la crisis del coronavirus no ha servido para mantener el debate sereno y sosegado que se requiere para determinar qué tipo de visitantes quiere atraer la ciudad. Que se aspira a captar a familias y a los turistas de lujo, además de los de congresos y negocios, en detrimento del turismo de borrachera (que no se debe confundir con los jóvenes que visitan ciudades y tienen un presupuesto bajo) es una cuestión de consenso. El cómo se consigue es la gran incógnita. En el Ejecutivo local impera el populismo de la turismofobia que no lleva a ningún lado. Los viajeros llegan (y llegarán) y las medidas que se aplican solo disuaden los viajes de los públicos que, precisamente, se asegura que son los prioritarios. Es decir, un sinsentido.
El parón de la pandemia tampoco ha servido para realizar un examen profundo de cuál es el modelo económico que se quiere no solo en Barcelona o Cataluña, también en todo el país. Cuestión primordial además de los necesarios parches para superar una pandemia que inicialmente era cuestión de meses, pero la nueva normalidad se nos ha resistido y muchos negocios han quedado con el camino. Que se improvise en la gestión del entretanto es normal, que se haya seguido igual cuándo se vislumbra el final (como mínimo, de los momentos más duros de la crisis) no se debería permitir.
Dejar debates estériles de lado y empezar a buscar consensos para aplicar las medidas de la postpandemia debería ser la prioridad. Cualquier otro escenario tendrá un único perdedor: la ciudadanía.