Puede resultar una obviedad, pero no solo hay que ser presidente de la Generalitat, sino parecerlo. De ahí que Pere Aragonès corra el peligro de que su credibilidad como nuevo jefe del Ejecutivo catalán se desvanezca a fuerza de aspavientos identitarios, como plantar al Rey o decir, día sí y día también, que la "amnistía y la autodeterminación" es la solución al conflicto independentista.
Nadie cuestiona el independentismo del president, y mucho menos su alma republicana. ERC es un partido histórico, mucho más que CDC, y no digo ya Junts per Catalunya, que el mes próximo cumple su primer año de vida --sí, es cierto, dan tanto la tabarra con sus cismas, sus vías unilaterales y su culto a Carles Puigdemont que parece una formación centenaria--, pero Aragonès parece que se siente obligado a demostrar constantemente que no es un botifler. ¿Se cree o no se cree el cargo?
El president se asusta de su propia sombra porque, horas después de solemnizar junto a Pedro Sánchez que lo que toca ahora es una etapa de diálogo y distensión --para alegría de muchos y desespero de una derecha completamente descolocada--, enfrió esas expectativas y volvió con el mantra de la independencia y el referéndum. No debería ser tan difícil distinguir entre la soflama partidista y el cargo institucional. Pero el nacionalismo siempre ha confundido ambos roles. Desde Jordi Pujol y el caso Banca Catalana --“si me atacáis a mí, atacáis a Cataluña”-- hasta Quim Torra --“mi inhabilitación va en contra del pueblo de Cataluña”--, la Generalitat ha estado presidida por “reyes” más próximos al “Estado soy yo” que a un gobierno democrático que no discrimina por razón ideológica.
Ensanchar la base, gestionar o impulsar una mesa de diálogo eran excelentes tarjetas de presentación para Aragonès, que ayer asistió a su puesta de largo ante los empresarios, precedido del enredo del Govern sobre la visita del Rey a las jornadas del Círculo de Economía. Por muchos motivos, se puede decir que el presidente catalán jugaba en casa, pues la música de su discurso por la reconciliación suena bien en un sector económico que se ha visto perjudicado por la inestabilidad política y la inseguridad jurídica generada por el procés. Y el máximo responsable de este think tank, Javier Faus, se había mostrado abiertamente a favor de los indultos.
Dicho de otra manera, el republicano no se adentraba en terreno hostil. Y de hecho así fue. Lejos de los discursos crispados que sus predecesores, Puigdemont y Quim Torra, hicieron en ediciones anteriores, Aragonès se centró mucho en su ideario económico y social. Mencionó de refilón su defensa de la independencia de Cataluña, pero para reivindicar lo que, es justo recordar, dijo hace dos años en ese mismo foro: que el diálogo es el camino. Se ganó el respeto de la sala, a pesar de que la fiscalidad evidenció las diferencias entre el nuevo Govern y los empresarios. Pero salir de las puyas identitarias para entrar en los grandes debates, en los temas de calado, en lo que verdaderamente importa, es una bendición. Ojalá esta legislatura transcurra por esos cauces. Pero los complejos de Aragonès hacen temer que habrá algún que otro sobresalto separatista. Complejos que, insistimos, deberían ir a menos a medida que los apoyos sociales a la distensión van a más.