Pep Guardiola, así lo revelaba en exclusiva Crónica Global, se ha comprado una vivienda de lujo en una zona vedada para la inmensa mayoría de los barceloneses. Si el casoplón en cuestión cuesta esos 10 millones de euros invertidos por el entrenador del Manchester City, forma parte de la ley de la oferta y la demanda. El problema es que el precio de la vivienda lleva disparado desde hace años en la capital catalana, sin que las administraciones hayan atinado con las soluciones.
El problema, decimos, es que Barcelona, cada vez más cara, corre el peligro de convertirse en una ciudad prohibitiva para sus propios ciudadanos, solo apta para millonarios y turistas. Una metrópolis sin personalidad, desnaturalizada, adaptada a los gustos de unos pocos y a la medida de esa avalancha de visitantes más interesados por el souvenir que por la autenticidad. Hemos visto cómo los quioscos de la ciudad han mutado en cafés postmodernos, mientras que el icónico mercado de la Boquería se entregaba a la venta de zumos take away sin llegar, afortunadamente, a la transformación del mercado de San Miguel de Madrid. Y lo que es peor, cómo comercios históricos han echado el cierre sin visos de reapertura.
La gentrificación avanza sin cesar y, si primero fue el Born, luego fue Sant Antoni el barrio donde los precios aumentaron a costa de la revalorización que ha supuesto la proliferación de restaurantes y tiendas estilo Soho o Village neoyorquinos. Mal vamos si la solución a la crisis se deja única y exclusivamente al bolsillo de inversores/especuladores. Recomendable lectura la de Si Venecia muere, de Salvatore Settis (Turner), donde explica la expulsión de los venecianos de su propia ciudad y las consecuencias de la monocultura del turismo.
Puede que, para un barcelonés, el ejemplo de Venecia sea demasiado extremo, pero la pandemia ha demostrado las consecuencias del colapso de la industria turística.
No deja de ser paradójico que todo esto esté ocurriendo bajo el mandato de Ada Colau, la activista que se convirtió en alcaldesa con la finalidad de solucionar el problema de la vivienda y reformular el modelo turístico de la ciudad. No ha logrado ni una cosa ni otra. Es cierto que el margen de maniobra de los ayuntamientos es escaso, ya que es el Gobierno y en este caso la Generalitat, las administraciones que tienen competencias para regular en esta materia. Pero Colau ha optado por la vía más fácil, menos disuasoria y más conflictiva: la de la multa.
Sancionar a quienes especulan con los precios, en contra de lo que establece el Tribunal Constitucional, solo provoca incertidumbre y no resuelve el problema de fondo. Pretender garantizar el derecho a la vivienda con este tipo de parches resulta incluso ofensivo y distrae de las verdaderas razones de que, a día de hoy, todavía no se haya encontrado una solución. Y éstas son: la renuncia de las administraciones catalanas a gestionar, a establecer convenios por ejemplo con la Sareb --entidad dedicada a gestionar y vender los activos problemáticos de las entidades bancarias rescatadas-- para la cesión de viviendas a los municipios, como ha ocurrido en Lleida. Y, sobre todo, no enajenar, especular o hacer negocio con el parque de vivienda público, como ha venido haciendo Convergència durante más de 30 años en la Generalitat, en lugar de retenerlo.
El consejero de Territorio y Sosteniblidad, Damià Calvet, elogió el pasado lunes la ley de barrios aprobada en 2004 por el Gobierno tripartito, obviando que ese proyecto languideció durante el mandato convergente, lo que supuso un retroceso en la reforma y dignificación de determinadas zonas de Barcelona que, posiblemente, Guardiola no sabe ni que existen. Calvet y Colau sí lo saben. Y también la importancia de evitar guetos o 'zonificaciones', como explica el también italiano Marco d'Eramo en El selfie del mundo (Anagrama) y no precisamente a la medida de sus habitantes.
Por ello, más allá de las pugnas ideológicas, los apriorismos y las soluciones fáciles --¿en serio que los módulos de madera, los pisos tipo contenedor y los barracones es lo máximo que puede ofrecer la alcaldesa?--, en una situación de emergencia habitacional, nuestros gobernantes están obligados a entenderse entre ellos y, si es necesario, pactar con el diablo. Léase, los grandes tenedores. O al menos, intentarlo.