¡Dentro de un mes exacto vuelve la normalidad! (ojalá). El 9 de mayo termina el estado de alarma (posiblemente por motivos políticos) y, con ello, se transmite la falsa idea de que todo estará bien y que la pandemia remite. Si el libre albedrío campa a sus anchas con el confinamiento en todas sus variantes, ¿qué puede salir mal cuando se reduzcan las restricciones a la mínima expresión? Caos. Tampoco está muy claro que la mayoría de la población reciba la vacuna en cinco meses, y mucho menos en 30 días, así que lo prudente, al menos, es seguir usando la mascarilla durante un tiempo. Paciencia.
El coronavirus SARS-CoV-2, causante del Covid-19, nos está dejando muchas cosas en la sociedad. Entre ellas, palabras que nunca o casi nunca habíamos empleado. A algunas, se les han añadido acepciones; otras ya forman parte del vocabulario cotidiano; y un puñado de ellas quedarán siempre vinculadas a estos meses de crisis. Son las mencionadas más arriba: pandemia, estado de alarma, confinamiento, vacuna y mascarilla. Cinco vocablos que sabemos qué significan, pero ¿de dónde provienen?
Comenzando por el final, la palabra mascarilla lleva siglos entre nosotros, pero con otro significado. Aparece, por ejemplo, en el Diccionario de Autoridades de 1734, en el que se define como “máscara pequeña que regularmente suele cubrir solamente la frente y los ojos”, como un antifaz. Es decir, lo contrario a lo que entendemos ahora, aunque basta sacar la cabeza por la ventana para descubrir que no son pocos los que se han quedado con la definición del siglo XVIII. El Diccionario de la lengua castellana, asimismo, aceptó en 1899 que la mascarilla es la “máscara que solo cubre el rostro desde la frente hasta el labio superior”. Y, antes de incluir la definición actual en 1989 (“máscara que cubre la boca y la nariz para proteger de posibles agentes patógenos o tóxicos”), también añadió la referencia a las mascarillas cosméticas (1984).
La vacuna también merece atención. El Diccionario castellano (1788) de Esteban Terreros y Pando recogía que Vacuna era la “diosa que cuidaba del descanso de los campesinos en Roma”. Poco después (1803), la Real Academia precisó que es “cierto grano o viruela que sale a las vacas en las tetas cuando las ordeñan sin lavarse las manos los que han tocado el gabarro de los caballos”. Y añadió que “vacunar” es “comunicar, aplicar el material de la vacuna a alguna persona para que contrayendo cierta indisposición quede preservada de las viruelas epidémicas y naturales”. Un siglo después (1914), agregó una definición que se asemeja a la actual: “Cualquier virus o principio orgánico que, convenientemente preparado e inoculado en persona o animal, los preserva de una enfermedad determinada”. Pero llama la atención la explicación del Diccionario enciclopédico de Elías Zerolo (1895): “El descubrimiento de la vacuna se debe a un médico inglés llamado Jenner [...] Cuando se introdujo el uso de la vacuna se creyó que la viruela de ningún modo atacaría a los individuos vacunados; pero se vio desde luego que estos tampoco estaban libres de la enfermedad si bien eran atacados de una manera más débil, aunque algunas veces también el fin de la enfermedad era fatal. De todas suertes la estadística prueba de una manera concluyente la utilidad de la vacuna”. ¿Les suena?
El encierro domiciliario decretado por el Gobierno en marzo del 2020 se ha ganado un puesto en el Diccionario de la Real Academia Española. La palabra confinamiento añade, desde hace poco, esta acepción: “Aislamiento temporal y generalmente impuesto de una población, una persona o un grupo por razones de salud o de seguridad”. Hasta entonces, su significado era distinto. Así, en 1843, el diccionario académico definía la confinación como “lindar, estar contiguo o inmediato a otro algún pueblo, provincia o reino”, y como “desterrar a uno señalándole un paraje determinado donde no pueda salir en todo el tiempo de su destierro”. En 1925 matizó estas líneas para añadir que se trata de una “pena aflictiva consistente en relegar al condenado a cierto lugar seguro para que viva en libertad, pero bajo la vigilancia de las autoridades”, que es distinto al significado que ha cobrado hoy, aunque tiene algunos puntos en común. Parafraseando a M. Rajoy, todo es diferente, “salvo algunas cosas”.
La reciente inclusión del estado de alarma en el lenguaje y su casi nula aplicación hasta ahora explican la manera en la que se ha desarrollado, y el caos que se ha generado. El diccionario de 1936 lo definía como “situación oficialmente declarada de grave inquietud para el orden público que implica la suspensión de garantías constitucionales”, aunque las últimas versiones añaden que es una figura que confiere poder al Gobierno “para combatir una grave alteración de la normalidad, por causa de catástrofes, crisis sanitarias, paralización de los servicios públicos esenciales”. En efecto, podría aplicarse un estado de alarma sobre el estado de alarma, por la “grave alteración de la normalidad” y la “paralización de los servicios públicos esenciales”. En bucle.
Pero, sin duda, la palabra que antes comenzó a circular cuando estalló la crisis del coronavirus fue pandemia. La definición académica permanece invariable desde hace un siglo (1925): “Enfermedad epidémica que se extiende a muchos países o que ataca a casi todos los individuos de una localidad o región”. Sin embargo, en sus orígenes nada tenía que ver con esto. Terreros y Pando escribió en 1788 que Pandemia era “sobrenombre de Venus, y quiere decir popular, o a quien sigue todo el pueblo”. El Diccionario nacional (1853) de Joaquín Domínguez, con todo, ya se refería a ella como la dolencia que “ataca a muchos individuos de un mismo país [la globalización es más moderna], y que parece depender de una misma causa”. Pero el Diccionario de la lengua española (1917) de José Alemany y Bolufer aportó una explicación diferente, además de la referida a la enfermedad: “Pandemia. Fiestas de la antigua Grecia en honor de los muertos”. Algo, por desgracia, sabían los griegos. Aunque no estamos para fiestas, y no será por falta de ganas.