La pandemia nos ha cambiado. Hoy celebramos una efeméride inesperada, el anuncio de que nos teníamos que quedar encerrados en casa para evitar la propagación de un nuevo virus desconocido que había colapsado el sistema sanitario. Distopía en estado puro.
Un año después, no hemos conseguido remontar. En la parte sanitaria sí se han hecho avances. Hay una vacuna, aunque el ritmo de fabricación y la presión de la distribución mundial propicia que los calendarios para una inmunización masiva no sean precisamente inmediatos. No hay tratamiento, aunque ahora los hospitales conocen mejor cómo hacer frente a este virus y se ha superado el temor inicial a lo desconocido.
Los que han pasado el coronavirus en su faceta menos amable merecen ser reconocidos. Personas que llevan un año, en el mejor de los casos, de baja y que aún pelean por las secuelas. Tanto las físicas como las mentales, el recuerdo de las pesadillas vividas en las uci y el haber lidiado con la enfermedad en soledad durante su hospitalización.
También hay otro tipo de damnificados, los que han encajado un año con sus negocios cerrados. Los créditos ICO fueron un salvavidas en la declaración del primer estado de alarma. De hecho, las condiciones ventajosas que ofrecían propiciaron que la inmensa mayoría del empresariado del país se acogiese a estas líneas de financiación blanda. Pero no han sido suficientes. Los meses han pasado y hay demasiadas compañías en una situación límite.
No se necesitan ayudas, ahora lo que muchos reclaman son directamente indemnizaciones por cerrojazos que impiden su actividad. Restricciones a la interacción social que nos permiten que el sistema sanitario no colapse, pero buscar el equilibrio entre tener suficientes camas de uci libres (y personal descansado) y evitar el colapso económico no ha sido posible.
La gestión del Covid en España ha arrasado a uno de los sectores más importantes y reconocidos a nivel internacional, la restauración. Igual que el resto de actividades que sobrevivían del turismo y de la movilidad interna. A nivel empresarial, hemos condenado a la supervivencia solo a los que la pandemia les sobrevino con la caja saneada. Los que acababan de acometer inversiones o pasaban por una situación más complicada, que podían superar con la actividad habitual, están al borde de la desaparición.
No tienen sentido proteccionismos como impedir despedir a empleados que han estado en ERTE sin devolver las ventajas conseguidas ante la Seguridad Social. Si así se permite sobrevivir a una compañía, ¿no sería mejor reforzar la Inspección para detectar a los avispados?, ¿no sería preferible imponer multas ejemplarizantes a los que lo usaran de forma torticera a empujar a las sociedades al concurso de acreedores? Si hay garantías de que un negocio puede continuar en un escenario sin el virus, ¿no se debería evitar a toda costa que desapareciese?
Ahora se han movilizado 7.000 millones de euros en ayudas directas. El empresariado ansía conocer la letra pequeña de este plan de rescate, aunque algunos avances ya han desanimado a muchos. Seguramente, los más desesperados. Los propietarios de negocios hasta la fecha rentables (y empleadores) que están tan ahogados que han incumplido con las obligaciones de la Seguridad Social.
A estos, los que se han quedado sin ingresos por el cerrojazo pero deben hacer frente primero a sus obligaciones impositivas y después a los embargos que se ejecutan, se quedan sin el balón de oxígeno público. Algunos restauradores incluso se han movilizado y han acudido a la justicia para reclamar una indemnización. El resultado de esta pugna marcará lo que ocurra en los próximos meses.
Pero, más allá de esto, el Covid deja un país en el que cobra fuerza la tesis cuñadil de que solo los locos, o los que tienen los bolsillos bien llenos y se lo pueden permitir, se atreven a lanzar una actividad empresarial. En la era de los discursos que hablan de la importancia del emprendimiento, demasiados se han quedado sin la posibilidad de ingresar nada y sin apoyo. Con mucha suerte, lo han encontrado en el sector financiero privado, que se ha quemado lo justo y necesario.
En el primer aniversario de una pandemia que nos ha transformado a todos, nos toca aprender la lección más difícil. La de cómo levantarnos del impacto del Covid.