“El poder más peligroso es del que manda pero no gobierna”. Es una reflexión de Gonzalo Torrente Ballester que ejemplifica a la perfección la situación catalana actual. Carles Puigdemont y su corte de palmeros de Waterloo se han convertido en el auténtico poder en la sombra. Su relato se ha impuesto a la lógica clásica de los partidos y, pese a las dificultades que han vivido desde su fuga, son quienes han manejado la situación política con control remoto.
De entrada, el expresidente huido ha conformado un partido sobre las ruinas de otro. Por si eso fuera poco, de esa organización acabará expulsando a quienes procedían del pujolismo de orden. El PDECat ha plantado cara y puede convertirse en una cómica y minúscula reproducción de la CDC de antaño. En la sopa de siglas también irrumpe Marta Pascal, que apoyada por el PNV de Andoni Ortuzar y vista con agradecimiento por Pedro Sánchez, intentará irrumpir en el mapa parlamentario sin demasiadas posibilidades de éxito. Puigdemont no sólo ha nucleado a la antigua Convergencia, radicalizando a sus bases y provocando un relevo generacional efectivo, sino que se enfrenta con posibilidades de éxito a ERC. Antes habrá minimizado y dejado huérfanos a los partidarios de regresar al orden de su propio entorno, eso que algunos llaman catalanismo centrista, pero que nada tiene que ver con el concepto clásico.
Puigdemont no tiene erosión. No gobierna nada, lo que de verdad hace es mandar. Tiene a los consejeros de ERC del Gobierno de la Generalitat fiscalizados hasta niveles estrambóticos. Los del partido de Oriol Junqueras andan con sus despistes históricos, dubitativos sobre si quieren más al padre que a la madre, y prisioneros del discurso político elaborado desde el exilio, con el que se han comprometido en exceso. Con el líder encarcelado, el giro a la moderación ha impuesto también cierta cobardía política en el día a día de la gestión. El poder dentro de la organización republicana es un auténtico agujero negro.
Aunque ERC ganara por la mínima las próximas elecciones autonómicas no gozará de autonomía real para ejercer a su antojo. Si como apuntan las encuestas sus diputados suman con los de Junts per Catalunya no le quedará más remedio que participar de un gobierno de independentistas. Atrapados en el relato de Puigdemont ahora solo pueden continuar bajo su estela como disciplinados compañeros de viaje. Lo sabe hasta el presidente Sánchez, a quien Miquel Iceta y Salvador Illa han alertado convenientemente de ese inconveniente y, por tanto, de la necesidad de granjearse apoyos de geometría variable para sus presupuestos. Quizá los de ERC podrán elegir al presidente catalán, pero es más dudoso que puedan mandar.
Antes de las elecciones, Puigdemont quizá intente arrancar la verdadera campaña electoral: una investidura que, aunque fallida, obligue a ERC y a la CUP a tomar posición parlamentaria. Los votos de los republicanos les pueden convertir en gregarios de Puigdemont o en traidores de la causa independentista. Ese golpe de efecto, que puede encarnar una candidata como Elsa Artadi, visualizaría el poder verdadero que Puigdemont ejerce sobre el nacionalismo catalán actual. Por ende, cuanto más se retrasen las elecciones, más fondos económicos nacidos de la gobernación y más espacios electorales gratuitos e indirectos a favor de los residentes en Bélgica y sus huestes.
ERC parte en la actual situación como una formación política que quiere presentarse ante el electorado como una solución nacionalista pragmática, a la usanza del partido de Jordi Pujol durante muchos años. Lo hará con un candidato de perfil posibilista y hasta tecnocrático, Pere Aragonés. Puede servirle de poco, porque ni desde quienes ejercen la gobernanza ni desde la oposición se habla de algo diferente a sentimientos, identidades y adhesiones. Nada relacionado con la gestión o con políticas para sacar a la comunidad de la crisis y la decadencia en la que está sumida. Ése será el mantra no solo de la campaña, sino de todo el proceso electoral de renovación que está abierto en Cataluña desde la inhabilitación de Quim Torra. Atrás han quedado los debates sobre programas basados en la gestión de las administraciones o en la impronta que cada partido proponía aplicar en caso de obtener la confianza de los ciudadanos.
Por más surrealista que pueda resultar para los catalanes constitucionalistas, Puigdemont ha vencido en la partida estratégica. Con el apoyo de los medios públicos de comunicación, o con estructuras clientelares en asociaciones y ámbitos diversos de la sociedad civil, con lo que se quiera, el de Waterloo y sus mariachis han ganado la primera ronda de esta partida. Su discurso radical y de puro sentimiento tiene hoy mayores posibilidades de prosperar que el realizado por los republicanos en tiempos de moderación. Hasta la eventual abstención que se avecina puede jugar a su favor. Y el populismo y la demagogia en tiempo de excitación y pandemia son un anillo al dedo de los intereses del caudillo belga.