Podría haber dos revoluciones en marcha. La primera guarda relación con el liberalismo. Ser liberal hoy es revolucionario. Se entiende por ello el respeto al adversario, la apuesta sin ninguna duda por la igualdad de oportunidades y por la libertad para, con posterioridad, correr en busca de la concepción del bien que cada uno tenga. La otra revolución, que queda lejos en el horizonte, sería la de querer llegar a acuerdos, la de construir y buscar grandes consensos, entre diferentes, claro. Porque entre iguales no sirve. Se estrecha la mano, con fuerza, con alguien con el que se discrepa, para conseguir objetivos comunes.

Debería haber muchos revolucionarios de ese tipo. Sería una buena señal. Sin embargo, lo que vemos es todo lo contrario. Y hay quien aprecia la diferencia, la bronca, la inquina, para buscar un movimiento que le pueda beneficiar. Son los signos de los tiempos, que ejemplifica como nadie el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, feliz con la inquina, con el desprecio hacia los adversarios políticos.

En España esa visión divisiva la tiene clara el expresidente José María Aznar, enfrentado al mundo, con un rostro que denota el cabreo permanente. La fundación Faes, que él preside, lo acaba de bordar. Y no se puede considerar una anécdota. Es de una enorme gravedad. Aznar, que tuvo un gran acierto --fijar su salida tras dos mandatos, limitando el poder de los presidentes del Gobierno a pesar de que España se rige a través de un sistema parlamentario y no presidencial-- sigue incordiando y no se acaba de ir nunca. Y es que la Faes, un think tank que podría ser muy importante si quisiera ser constructivo, ha señalado que lo que mueve al Gobierno de Pedro Sánchez es “el valor simbólico que para la actual formación de Gobierno puede tener el que un catalán socialista amenace con ‘cerrar’ Madrid”, en referencia al ministro Salvador Illa y en relación al conflicto entre el Ejecutivo central y la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.

¿Cabe mayor vileza? ¿Se puede pensar un segundo? ¿El morbo de ver a Illa cerrando Madrid? ¿De verdad es eso lo que mueve al Gobierno de España?

La alusión a Illa busca ahondar la división y dibujar dos grandes bloques, en el que el PP, la derecha sensata, se ha visto impedida para seguir en el Gobierno porque las fuerzas políticas de izquierda han usurpado el poder, con el complemento indispensable de los nacionalistas catalanes o, simplemente, con los catalanes. Es la visión que difunde el PP de Pablo Casado, con la ayuda inestimable de Aznar y su think tank.

La afirmación de Faes constata un hecho del pasado reciente: las dificultades del PP para ejercer una oposición responsable que no pase siempre por tratar de derrotar al Gobierno del PSOE con malas artes. El PP no debería utilizar los problemas de Madrid, para hacer frente a la pandemia del Covid, con el ánimo de provocar la caída de Pedro Sánchez. Por una primera razón: una oposición en estos momentos debe colaborar. Es una cuestión moral, de primer orden. Pero si se pretende entrar en el terreno político, es que además resulta contraproducente. El Ejecutivo que preside Pedro Sánchez tiene vida por delante. La tiene porque no existe una alternativa viable en el Congreso. Y ante esa evidencia, el líder del PP, Pablo Casado, podría preparar un gobierno en la sombra, de forma paciente, inteligente, y prepararse para las próximas elecciones, en dos o tres años.

Intentar el acoso y derribo lo que consigue es irritación y escenas como las protagonizadas por Isabel Díaz Ayuso, una dirigente que sonroja, no ya a presidentes autonómicos socialistas, sino a sus propios compañeros del PP en Castilla-León, Andalucía o Murcia. Y Casado lo sabe, y es consciente de que cometió un grave error al apostar por Ayuso en Madrid. De hecho, es Casado quien está detrás de la estrategia de la presidenta madrileña. 

España no podrá funcionar por mucho más tiempo con esa tensión, con esa división que contenta a Aznar. Su sonrisa congelada, con esas apreciaciones sobre Illa, es la tragedia de España. Los errores se cometen en todos los flancos. Y el Gobierno de coalición del socialista Pedro Sánchez lo sabe muy bien. El conjunto del Estado ha dado muestras, con esta pandemia, de que le queda mucho recorrido para ser un país coherente y sólido. Hay demasiadas disfunciones. Pero una de las que debería superar es esa línea entre una izquierda que usurpa el poder y una derecha siempre agarrada a una particular idea de la Justicia, a unos jueces que han acabado ejerciendo de políticos, de compañeros de partido.