Quim Torra obedece y está de acuerdo en ayudar a Carles Puigdemont para mantener la tensión todo lo posible y erosionar al adversario político, que no es otro que Esquerra Republicana. Pudiera ser un objetivo político legítimo, pero resulta que con ello lo que provocará Torra es una degradación de las instituciones catalanas. Si el Gobierno de la Generalitat permanece en funciones durante largos meses, porque hay una lucha por la interpretación del reglamento del Parlament o discrepancias jurídicas sobre qué se entiende por una legislatura finalizada, la institución sufrirá y el ciudadano catalán acabará por distanciarse. ¿Es lo que quiere Torra?

Es la degradación total, la imagen de una elite política nacionalista que ya no sabe cómo salir del atolladero en el que se introdujo hace más de una década. La imagen de lo que ha pasado se puede explicar con dos entregas de premios, con dos momentos muy distantes. Si el 11 de mayo de 1995 el presidente Jordi Pujol entregaba el VII Premio Internacional Cataluña al presidente de la República Checa Václav Havel y al expresidente alemán Richard von Weizäcker, bajo la presidencia de la Reina Sofía, el pasado 3 de septiembre era el presidente Quim Torra quien otorgaba el XXXI Premio Internacional Cataluña a Ngügï wa Thiong’o, un escritor africano, de Kenia, que tras publicar durante décadas en inglés, ha optado por escribir únicamente en kikuyu.

No se trata de comparar la calidad o la personalidad de los diferentes premiados, sino de por qué se elige a los galardonados, y qué uso hacen los presidentes de la Generalitat. Para empezar, las expectativas que genera el premio y el eco mediático han cambiado por completo. ¿A alguien le interesa ahora? Y, después, hay que tener en cuenta lo que tiene en la cabeza Quim Torra. Resulta que el libro del africano premiado, Descolonizar la mente (1986), es uno de los preferidos de Torra. Fue perfecto para que el mandatario catalán señalara que “la libertad de expresión está amenazada” en el “Estado español”, de la misma forma que lo está en el África poscolonial, como señala Ngügï wa Thiong’o. Lo que se dibujaba es que el catalán puede sufrir, como el kikuyu en Kenia, y que los minoritarios, bajo los poderes coloniales, deben unirse y ayudarse.

Queda lejos la Cataluña de mediados de los noventa, que buscara referentes en la Europa que se abría paso, tras los regímenes socialistas. Es cierto que Jordi Pujol reconocía la defensa de la moralidad en la política, con el galardón a Havel y a Won Weizäcker, que hablaron de ello con convicción, algo que Pujol no aplicó, precisamente. En aquel momento no se conocía lo que vendría después, a pesar de algunos indicios sobre la familia Pujol. Pero convengamos en que había una cierta altura de miras. Ahora el referente es el kikuyu, es la lengua de la tribu, respetable, pero siempre que no se hagan comparaciones ridículas, que es lo que practica en todo momento el presidente Torra, convencido de que vive en los años treinta, en una Cataluña noucentista, enamorada de la racionalidad alemana, y llena de catalanes excelsos y cultos, no contaminados por otros pueblos de las Españas.

Torra sigue en la Generalitat, como un kikuyu en su aldea, sin querer abrir los ojos, sin reconocer otra realidad en Cataluña, sin admitir que nadie se levanta de la cama en Madrid pensando en cómo fastidiar al catalán menesteroso que habla en catalán.

La transformación de Cataluña ha sido enorme en las últimas décadas, pero ha sido inversamente proporcional a la calidad de sus elites nacionalistas. La Generalitat, instrumento del autogobierno, con poderosas palancas para transformar la realidad, ha quedado en manos de políticos que buscan escritores que se encierran en lenguas minoritarias --defensivas, hasta tal punto que Ngügï sostiene que no puede existir una literatura africana que se escriba en lenguas “imperiales”, como el inglés o el francés-- para mantener el conflicto político con España, para seguir con el bloqueo institucional y mantener una distancia que se sabe que es postiza respecto a lo español.

El enorme problema radica en que cuesta horrores que muchos ciudadanos abran los ojos, porque nadie desea que le digan que se ha equivocado. Pero es así, con una claridad meridiana. Sólo hace falta comparar esos dos momentos: De Havel al escritor en lengua kikuya.