Cualquier empresa, del tipo que sea y suministre el bien o el servicio que sea, debe tener como primera premisa su independencia frente al resto de agentes del mercado. En el caso del negocio periodístico ese aspecto es capital. Si los clientes, los lectores, no perciben un halo de libertad en la cabecera que consultan cada día dejarán de confiar en ella.
Tenemos un medio muy conocido en este país y en este sector, que no me atrevería a ponerlo como el modelo a seguir, aunque sí es una referencia: el más que centenario La Vanguardia. Durante décadas, la cabecera de la familia Godó ha sido leída como el portavoz de Cataluña en eso que llamamos Madrid. No era del todo cierto, evidentemente, pero cumplió el papel en la época del franquismo, en la transición y hasta hace muy pocos años.
El rotativo tenía a gala que algo que no se publicaba en sus páginas era como si no hubiera sucedido. Una exageración petulante, claro, pero que reflejaba parte de la realidad oficial. Salvando todas las distancias, era una especie de Pravda (La Verdad) a la catalana. Su máxima auténtica, jamás escrita, su ADN, es otro: nunca contra el poder, no importa qué color tenga. Una rara avis del panorama periodístico mundial que podrá parecernos mejor o peor, pero que ha logrado su objetivo durante muchos años, ha sobrevivido a distintos regímenes, se mantiene a flote y conserva su influencia --decreciente--. Ese difícil equilibrio le da independencia, que es lo que le ha permitido subsistir mientras su competencia ha ido desapareciendo. Lo ha conseguido ganando dinero y recurriendo muy poco al crédito, el mínimo que necesita cualquier empresa para su día a día.
Porque la verdadera independencia editorial de un medio de comunicación está en su cuenta de resultados, una idea capital que los periodistas no siempre llegamos a entender. Antes de la crisis de 2008, las aportaciones de las administraciones públicas catalanas --Generalitat, Diputación Provincial de Barcelona y Ayuntamiento de Barcelona-- en forma de campañas, publicidad y ayudas de distinto tipo podían suponer en torno al 30% de los ingresos totales de una empresa periodística de primera línea.
En estos momentos, no sé por dónde se moverá la proporción. De hecho, ni los diputados del Parlament ni los concejales del consistorio barcelonés son capaces de desmenuzar todos los capítulos y conceptos por donde circula el dinero público hacia los medios amigables. Pero podemos hacer un cálculo así, por encima, y en seguida lo veremos: ¿qué medios son críticos con esas instituciones? Pues eso.
Crónica Global tuvo claro desde el principio que sin una cuenta de resultados limpia, auditable y en positivo sería incapaz de llevar adelante un proyecto de éxito. Sobre todo siendo conscientes, como éramos, de que tendríamos todas las puertas institucionales cerradas. No solo las de los nacionalistas, sino también las de los comunes y las de quienes les bailan el agua, además de aquellos que con su inmovilidad han contribuido a la deriva en que se ha metido el país. Nadábamos, y nadamos, contracorriente. Por eso son tantos los lectores que nos dicen que ven en Crónica Global noticias que no encuentran en otros medios.
Ese empeño no solo alcanza a la publicidad institucional o a las ayudas públicas, sino que abarca a las mismas fuentes de información. Cualquier lector de Crónica Global habrá reparado en que nuestras noticias aluden a veces a la cerrazón de los portavoces oficiales, que tan frecuentemente se resisten a responder nuestras preguntas. No tienen empacho en actuar como hacían los franquistas: si no eres afecto al régimen, ni agua. Y nosotros, de la misma forma que los antifranquistas luchaban contra el oscurantismo, buscamos las alternativas que nos permiten servir la verdad, nuestra verdad. Los lectores nos acompañan, y también los anunciantes. Miel sobre hojuelas.
Muchas gracias.