Está claro que en la guerra y en el procés --que según los activistas más radicales, viene a ser lo mismo--, todo vale. De manipulaciones históricas está la hemeroteca llena, hasta el punto de que dos posibles candidatos de Junts per Catalunya (JxCat), Joan Canadell y Jordi Puigneró, bendecidos por Carles Puigdemont, dan por bueno el revisionismo del estrafalario Institut Nova Història. El mismo que defiende la catalanidad de Cristóbal Colón. Luego se tilda a los inmigrantes procedentes del resto de España de colonos. La sinrazón del sectarismo secesionista.
En esta guerra de la independencia catalana se ha llegado a dar por buena la comparación del activismo secesionista con la lucha por la igualdad racial, intensificada estos días a raíz de la muerte de George Floyd debido a la brutalidad policial. La realidad es tozuda y mientras los gurús del independentismo se miraban en el espejo afroamericano, en Cataluña asistíamos a brotes de discriminación racial preocupantes. El rechazo a los temporeros de Lleida, el asalto a una vivienda ocupada por inmigrantes en Premià de Mar (Barcelona) o los insultos racistas de seis agentes de los Mossos a un joven detenido demuestran los prejuicios existentes en nuestra sociedad. Pero sobre todo, lo nociva que es la displicencia de nuestros gobernantes en general, y de los mandos de la policía autonómica, en particular.
La tibieza del consejero de Interior, Miquel Buch, con lo ocurrido en Sant Feliu Sasserra no hace ningún favor a los agentes ahora trasladados y que no han sido objeto de ninguna sanción disciplinaria. Los hechos ocurrieron hace más de un año y cabe preguntarse qué habría hecho el departamento de Interior si SOS Racismo no hubiera denunciado los graves, insoportables, condenables insultos al joven Wubi. Nada puede justificar ataques de este tipo, aunque al igual que otros cuerpos policiales, la presión, los nervios, el miedo o la presunta agresividad de un delincuente hagan mella en los agentes.
Hace tiempo que los mossos, los que salen a la calle, los que se juegan la vida, se sienten abandonados y relegados por unos mandos entregados a los devaneos políticos de Buch y Torra. Las sanciones disciplinarias, en muchas ocasiones, no responden a criterios objetivos, sino a los intereses partidistas del president, que cuando necesita granjearse la amistad de la CUP o de los CDR, opta por la caza de brujas y las depuraciones dentro del cuerpo.
De esa forma se ha ido moldeando en los últimos años un departamento de Interior a la medida del procesismo oficial y con continuos cambios en los mandos superiores, lo que añade inestabilidad e incertidumbre en una policía siempre en punto de mira. Que el jefe de los Mossos, Eduard Sallent, tenga el cuajo de admitir que existe un “sesgo étnico” en las identificaciones policiales, no solo es preocupante, sino que demuestra que hay un problema no resuelto en esta Cataluña plural, charnega y diversa. Que lo es, aunque el nacionalismo exacerbado intente impedirlo.
Hay que remitir, de nuevo, a los atentados del 17A e insistir que la Generalitat nunca ha analizado con rigor social qué lleva a unos chicos integrados en Ripoll --ese término que, para algunos, solo pasa por hablar en catalán-- a convertirse en terroristas yihadistas. O qué pasa por la mente de algunos mossos para sacar pecho de su racismo. O qué falla en los protocolos o en la formación de los mandos de los Mossos para que un inspector con antecedentes de agresión sea ascendido a jefe de la ARRO dos meses antes de ser condenado por pegar a manifestantes del 15M en el desalojo de la plaza Catalunya en 2011.
¡Cómo nos hemos reído con la parodia del exconsejero de Interior, Felip Puig, llevando un bate de béisbol en el hombro! El tiempo ha demostrado que no se puede frivolizar con determinados comportamientos. Que lo ocurrido con Floyd no es un hecho aislado. Que en Almería, un joven murió también asfixiado en un centro de menores mientras era inmovilizado por varios guardias de seguridad.
Y, sobre todo, que al frente de los Mossos d’Esquadra no se puede colocar al primer activista secesionista comprometido. Para causa social, la que deja una pandemia que ahonda en las desigualdades económicas y en los problemas de convivencia.