Los razonamientos jurídicos pueden ser impecables. Los analistas que tienen las cosas claras pueden decir que no pasará nada, que todo es cuestión de paciencia y que el reto jurídico que plantea el independentismo se acabará ganando. Sostienen que Carles Puigdemont y Toni Comín serán juzgados, finalmente, en España tras un suplicatorio en el Parlamento europeo. Pero, ¿y después qué, siempre que eso se cumpla, en unos meses o en un año? El constitucionalismo, entendido como la defensa de un proyecto común para España, tiene un problema, y lo debe aceptar para poder, si no quiere que todo siga paralizado, construir algo diferente, que logre un nuevo consenso, también por parte de un sector de ese independentismo que da muestras de agotamiento.
Hay un debate en España curioso. Se defiende, por parte del PSOE y de los partidos independentistas, que la política no puede judicializarse de forma permanente. Y, desde el bloque de la derecha se rebate y se afirma con contundencia que ¡claro que sí!, que la política debe estar sometida al ordenamiento judicial, todas las veces que sea necesario. Pero, ¿a qué conduce todo ello?
Se comprueba con la situación del presidente Quim Torra –para su propia decencia personal hace tiempo que debería haberse ido a su casa, por voluntad propia porque no aporta absolutamente nada--, que, mientras espera la resolución del Tribunal Supremo, tras la presentación de un recurso, ve como por siete votos a seis la Junta Electoral Central le inhabilita como diputado.
Y eso sucedió el pasado viernes, en vísperas de la sesión de investidura de Pedro Sánchez. Todo muy pulcro, pero ¿puede haber o no interpretaciones políticas? ¿Da pie a que se hagan con toda la maledicencia del mundo? El independentismo lo hace, con severidad. ¿Valen sólo los argumentos jurídicos para alejar el fantasma de un poder judicial que no desea ningún avance en el terreno político? Si lo que cuentan son las percepciones y cómo la ciudadanía interioriza esos movimientos, está claro que en Cataluña también los no independentistas comienzan a dudar de todo lo que ha hecho la Justicia en estos últimos años.
Lo mismo sucede con el Tribunal Supremo, ante la decisión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) sobre la inmunidad de Oriol Junqueras. La explicación jurídica sobre si, tras la sentencia por el proceso independentista, Junqueras ya no podía aspirar a esa inmunidad como eurodiputado, porque ha quedado inhabilitado para ejercer un cargo público, no convence a una parte de esa ciudadanía que no puede comprender los pasos en falso de los jueces y de los partidos políticos del llamado constitucionalismo.
Pero es que, en paralelo, el proyecto político para conseguir nuevos consensos no existe. Frente a un intento, todavía muy tímido y forzado por las circunstancias, del PSOE para levantar el vuelo de una España que complete y mejore el estado de las autonomías, lo que tenemos es el Viva el Rey del PP de Pablo Casado. La escena, en el Congreso de los Diputados, recordó un pasado que se creía que sólo se podía revivir en los libros de historia.
¿Viva el Rey, en 2020? La crítica no tiene nada que ver con un reproche al jefe del Estado, que se podría formular, en todo caso, sino con la falta de mayores argumentos por parte de la derecha española, que siempre, desde la transición, ha jugado a la defensiva.
No se conoce en esa derecha, que ha representado el PP –menos ahora se podrá esperar de Vox, que se ha apuntado a las guerras culturales que bloquean ahora a las democracias liberales--- un proyecto modernizador del estado de las autonomías. Y, aunque se deba criticar con mucha contundencia lo que ha intentado el independentismo en los últimos años –recordemos que lo están pagando con penas de prisión—es evidente que España necesita una reforma en el ámbito territorial. Y no se trata de contentar, precisamente, a ese independentismo. Es que no se aguanta. Porque, si no fuera así, ¿cómo se explica la proliferación de fuerzas políticas regionalistas? Si los gobiernos autonómicos funcionaran, si hubiera una clara distribución del poder, si no dominaran las cúpulas de los partidos de ámbito estatal, no habría ese cada vez más potente cantonalismo español.
Por eso, cuesta mucho de entender que prime esa parálisis y esa cerrazón, frente a cualquier intento de levantar la cabeza y mirar al horizonte. ¿Qué España quiere ese llamado constitucionalismo en 2030 o en 2050? ¿Seguirá clamando ¡Viva el Rey!, como en una película de la edad media?