Manuel Fraga impulsó un eslogan --Spain is different-- que hizo fortuna en el tardofranquismo y con el que el régimen quería justificar la falta de democracia: España tenía otras cosas que compensaban la dictadura. Unos 60 años después, Carles Puigdemont, otro hombre ocurrente, ha ideado el suyo –Catalonia is normal-- con el que trata de dar carta de naturaleza a ese ambiente de revuelta permanente en el que intenta sumir al país para poner en evidencia la supuesta falta de democracia en España.
Pero los hechos son tozudos. Ni la paella y el sol podían tapar las vergüenzas de aquel país carcelario, ni las protestas callejeras y los altercados ocultan los tics dictatoriales del nacionalismo catalán.
Puigdemont necesita mantener viva la llama de los disturbios, la inestabilidad, porque se alimenta de eso, porque de lo contrario su vida en Waterloo se vería como lo que es: un huido de la justicia que vive del erario público con una pequeña corte de correveidiles.
Sus secuaces en Barcelona impiden el funcionamiento normal del sistema democrático, como acaban de hacer en el Parlament negando la posibilidad de que el consejero de Territori, Damià Calvet, explicara los graves boicots de los CDR al trazado del AVE. Porque es su muchachada, la misma que interrumpe el tráfico en la Meridiana día sí y día también, la que colapsa las salidas de Barcelona en el puente de la Constitución. Todo eso es normal, y no hay que dar explicaciones.
Los siete años del procés han dado ocasión a los nacionalistas de exponer involuntariamente la verdadera naturaleza de su ideario. No es ya que traten de separar Cataluña de España, un proyecto contra el que se pronuncia la mayoría de los catalanes, es que proponen un régimen autoritario. Pese a las constantes apelaciones a la democracia y a la voluntad del pueblo catalán de sus promotores, el comportamiento real nos ofrece pistas del tipo de régimen político que anhelan; cómo sería la República por la que suspiran.
No quieren dar detalles de lo que sucede en nuestra propia casa, pero sí aprovecharlo para inocular en los ciudadanos la idea de que ese terrorismo de baja intensidad es común en todo el mundo. Solo hay que ver cómo TV3 y Catalunya Ràdio nos informan al minuto de las huelgas en Francia contra la reforma de las pensiones para convencernos de que eso de cortar carreteras, trenes, calles y quemar contenedores de basura es lo que se lleva en el mundo. Siempre hay motivos para hacerlo.
Es un lavado de cerebro constante y coherente con el proyecto político que defiende el nacionalismo. No debemos olvidar cómo era la miniconstitución (la llamada ley de desconexión) que los nacionalistas aprobaron en septiembre de 2017. El presidente, por ejemplo, nombraba al Tribunal Supremo entero y los decretos ley del Govern escapaban del filtro del Consell de Garantíes Democràtiques, el equivalente al Tribunal Constitucional. O sea, un régimen fuerte, autoritario, donde los derechos civiles se sometían al bien común de la patria.