No gobierna quien ve, sino quien es visto. La política moderna ha hecho de la visibilidad su fortaleza, hasta el punto de que la observación es el auténtico poder ciudadano; hoy se vota a partir de la mirada, no de la ideología. Quim Torra está tan convencido de esto que ha decidido teatralizar su cabreo en el hashtag en el que él exclama "quins collons!" cuando Pere Cardús, su valet de chambre, le dice que Sánchez no se pone al teléfono.
La mirada nos dice también que la política catalana sigue reforzando al independentismo duro, un movimiento que además se presenta ahora como la llave parar detener la violencia callejera. De este modo, el procés se denuncia a sí mismo. El lobby político puede detener la violencia, como Pujol detuvo en su momento a Terra Lliure o como Arzalluz impidió a ETA atropellar a los dirigentes del PNV. Que nadie se llame a engaño. La historia reciente nos revela que el nacionalismo funciona como un bloque, desde la instancia política hasta la calle. En Cataluña, el independentismo protege la violencia porque la alimenta con su propio discurso. Condena en la CNN --¡oh, cuanta internacionalidad!-- y condena a los violentos y a los policías por igual, una aberración desleal. A los Mossos, que no son afines al procés, “se les aparta, se les espía y se les margina”, lamentan voces sindicales de los uniformados ¿Dónde está el Estado?
Cuando se hace de noche, Saturno se pasea por nuestras calles A los jóvenes del país se les han sumado los altermundistas radicales, y juntos han sido el terror combatido por el Termidor de Marlaska. Los incendiarios se acercan simbólicamente a la marcha de las antorchas sobre la Roma de Mussolini o a la noche del auto de fe de las juventudes hitlerianas en la Bebelplatz de Berlín, en 1933; y también a su correlato español, en manos de las JONS, con la quema de libros de contenido darwiniano, en 1940, en la puerta del Museo Etnológico de Madrid. Cuando une a la patria con sus atletas marciales, el nacionalismo converge en el cesto de las ideologías autoritarias; engendra la violencia.
Hablamos del nacionalismo-soberanista, no del catalanismo cultural y político defendido desde el flanco constitucional. Los manifestantes han expresado estos días la separación entre ambos flancos: el de los jóvenes bárbaros, falanges de Puigdemont, Junqueras y compañía, frente al de los ciudadanos pacíficos preocupados por el país real y dolidos por la sentencia. La herida catalana no ha dejado de sangrar. Los listos dignifican a Benjamín Prado: "Hablemos sin cuchillos en las manos/ hablemos sin quemarnos las banderas/ Con razones, sin sangre en las aceras../ Hablemos de palabras, no de idiomas/…" Por su parte, los amantes de la densidad repasan los libros de Jordi Amat o los años de amistad entre el poeta Joan Maragall y el arquitecto Antoni Gaudí --lo narra en clave de novela epistolar Xavier Güell, autor de Yo Gaudí (Galaxia Gutemberg)--, sabiendo que la alta sensibilidad, expresada por los dos sabios de entonces, está muy alejada del soberanismo inculto de JxCat y CUP. Algo más centrado, el partido republicano (ERC) habla de reconstruir puentes, pero se olvida de cuántos puentes han tumbado Junqueras, Rufián, Tardà, Navarro o Marta Rovira. Estos últimos tendrán que responder políticamente de ello. Y será muy pronto, en el 10N o en los comicios autonómicos de primavera.
Las noches de fuego aislaron aparentemente a Torra, que actuó de liebre al anunciar su referéndum exprés. Después, la negativa de Pedro Sánchez a reunirse con el presidente catalán ha sido la espoleta: los partidos secesionistas se han unido bajo una nueva propuesta de resolución en el Parlament en la que se reafirman en su derecho a votar la autodeterminación y la abolición de la monarquía, a pesar de las advertencias del Tribunal Constitucional (TC) sobre las consecuencias penales del intento. No hay diálogo, y no lo hay, entre otras cosas, porque está muy trillado lo de legitimidad catalana frente a legalidad española.
La capacidad de diálogo tiene una relación íntima con el poder. Pedro Sánchez lo sabe, aunque llegó a la Moncloa por medio de una moción de cesura ajustada sin pasar por el sufragio. Por su parte, Casado, Pablo Iglesias, Rivera y Santiago Abascal (con los 50 escaños que le atribuyen algunos sondeos) no se han acreditado todavía en la gestión de Gobierno; desconocen el arte de convertir el disenso en consenso, desde lo alto de la pirámide. Son políticos atrapados en la lógica de los partidos, no de las instituciones. Se han plantado frente al soberanismo, pero refutan lo que desconocen.
No han entendido que el nacionalismo es una forma de virtud mesiánica, capaz de enclaustrar a muchos bajo la voz totalitaria de un sol poble ("un solo pueblo"). Una voz que cada día recuerda más al mitin del Duce, como ruido radiofónico de fondo, en la película de Ettore Scola, Una jornada particular, en la que dos almas gemelas (Marcelo y Sofía) cruzan sus miradas, lejos de la melé. Los que ven sin ser vistos ya escriben el futuro.