Salir de un bucle en el que por propia iniciativa se ha entrado no es nada fácil. Como si fuera una carrera a toda velocidad sin pensar en qué momento se debía parar y asombrados del propio éxito, las direcciones de lo que fue Convergència y de lo que es Esquerra Republicana defendieron proyectos imposibles que ilusionaron a una parte de la sociedad catalana.
¿Quieren un caso? Uno anónimo, pero ilustrativo. Un pequeño empresario del transporte vivió con verdadera angustia el inicio de la crisis. Su plantilla se redujo, de forma forzosa, y comenzó a interesarse por el camino independentista que le había brindado el expresidente Artur Mas. Le gustó. Llegó a considerar que tener un Estado propio podía ser muy beneficioso a largo plazo y llegó a interiorizar que, aunque a corto pudiera sufrir penurias, sería bueno para sus hijos y nietos. Se podía pagar el precio.
Transcurridos siete años desde la gran Diada de 2012, todo ha empeorado desde el punto de vista político. Y también respecto a las perspectivas económicas de Cataluña. Pero a él le va algo mejor. Ha remontado. Ha recuperado a algunos trabajadores y sale a flote. ¿Gracias a la "república catalana"? No, gracias a su propio esfuerzo y a su adaptación a la nueva situación tras la crisis de 2007-2008.
Ese señor se siente independentista. La idea le fascina pero ya ha visto y experimentado que la clase política nacionalista lo ha dejado todo mucho peor --dando pie, además, a actos de violencia-- y con la percepción de que existen muchas más prevenciones entre los miembros de una sociedad catalana que ha redescubierto con crudeza sus diferencias: de origen, de clase y de expectativas vitales.
¿Qué implica todo eso? A las puertas de unas elecciones generales decisivas, con Pedro Sánchez cada vez más firme para que no le perjudique el viento catalán, el independentismo espera ya el momento para decir la verdad. No le quedará otra. Por ahora eso está escondido en retóricas falsas, con esa apuesta machacona por un derecho de autodeterminación que no existe, con esas acciones, cómicas ya, del presidente Quim Torra decidido a inculparse por “poner urnas” el 1-O.
Todos los dirigentes independentistas, en prisión, en la calle y también los que están en Bruselas, saben que intentaron darle un vuelco a España. Saben que intentaron aprovecharse del momento de crisis que asolaba el país y saben también que menospreciaron la capacidad de un Estado que ha cobrado un cierto orgullo. El de un país que en 40 años ha sabido pasar del provincialismo católico y acongojado por la dictadura a un miembro de la Unión Europea moderno y respetado.
Esa es la verdad que se deberá ofrecer a la parroquia independentista, a ese señor empresario del transporte y a cientos de miles de personas. Se les deberá decir que hay que hablar de nuevo de modelos de financiación, que Cataluña está en la media en relación al conjunto de comunidades autónomas y que, efectivamente, podría mejorar, pero que su situación no es, ni mucho menos, un desastre. Se les deberá decir, como ha dicho con valentía Manuel Valls en el Ayuntamiento de Barcelona, porque no ha tenido relación con Cataluña en los últimos decenios, que no será posible un referéndum de autodeterminación. Y se les deberá decir que se puede mejorar el encaje de Cataluña en España, pero que se trata más de una cuestión de reconocimiento simbólico que de otorgar más poder efectivo.
Y decir la verdad, a veces, tiene premio. Si hemos pensado en algún momento que la sociedad catalana era una sociedad madura, democrática y pacífica, como señala el independentismo, entonces tendremos claro que decir la verdad tiene premio. Porque sólo los adolescentes se creen las ilusiones, las medias verdades o, directamente, las mentiras. Si somos maduros, si queremos ganarnos la vida y mantener un territorio que ha llegado a unas altas cotas de bienestar, entonces se supone que nos gustará escuchar la verdad. ¿Quién se atreve? ¿Quién quiere ser el primero? ¿A qué espera la dirección de Esquerra Republicana?