A dos años de los acontecimientos que acabaron con la aplicación del artículo 155 de la Constitución española en la autonomía catalana, todavía se respira un cierto tufo golpista en la región. Alguien podría pensar desde cualquier otro territorio español que el encarcelamiento de los líderes del procés, la suspensión temporal del autogobierno y la enseñanza derivada de todo ello conjugaría de manera definitiva el riesgo secesionista. Cometería un error.
El independentismo sólo está dolorido por los varios golpes que recibió en el otoño-invierno de 2017. No resultaron menores: fueron apeados de la institución que manejaban durante la breve aplicación del 155; cayeron en las redes de los procesos que la justicia activó y, para más inri, vieron cómo el llamado bloque constitucional salía a la calle de manera masiva el 8 de octubre para después impulsar que Ciudadanos ganara las elecciones de diciembre.
Para muchos aquello fue el estoque a un movimiento que había puesto en jaque y de manera seria la política española. Hubo quien creyó que aquel pulso al Estado, sólo comparable en términos de profundidad al golpe de 1981, había sido absorbido por las mínimas acciones que se pusieron en marcha, como si eso fuera lo mismo que el arresto a los militares que acompañaban a Tejero en su día. Y no, no hubo estoque, apenas un rejonazo doloroso del que sólo era necesario aguardar un tiempo para recuperarse. Entre otras razones porque fue insuficiente para impedir que los insurrectos gobernaran Cataluña el día después.
El independentismo vive en una especie de duermevela. Pronto será visible su reactivación. Comenzará con la respuesta que urde a la sentencia del Tribunal Supremo sobre sus dirigentes encarcelados --incluida la reactivación de la orden policial europea que serviría para detener y poner a disposición de la justicia española a los dirigentes fugados por Europa-- y seguirá con el calentamiento de la opinión pública ante el horizonte próximo de unas nuevas elecciones autonómicas. Y aunque la Diada de este año no fue el aquelarre masivo y espectacular de sus anteriores convocatorias, en el sótano nacionalista se trabaja aún en cómo darle respuesta al Estado cuando lleguen esos momentos.
Una parte de las voces aboga por parar Cataluña con una huelga general convocada a partir de que se hagan definitivas las condenas a los políticos presos. No hay unanimidad sobre el asunto. La ANC, esa entidad civil que marcó el rumbo de los partidos y dirigentes hace dos años, ha demostrado el pasado 11 de septiembre que cada vez es más sofisticada al hacer ruido, pero que tiene menos nueces. La patronal de pequeñas y medianas empresas Pimec, antaño cómplice del nacionalismo en las grandilocuencias sobre la autodeterminación, ahora se pone de perfil y se opone a una interrupción de la actividad económica por cuanto ve sobrevolar la tradición anarquista de la Barcelona de principios del siglo XX. Sin embargo, la Cámara de Comercio de Barcelona, esa en la que el independentismo se coló ante la mirada atónita del resto de España y del empresariado inmóvil, promueve y es favorable a que trabajadores y empresarios paren y bloqueen la Cataluña que trabaja para oponerse a la sentencia.
Los partidarios de la llamada desobediencia civil son cada vez menos, aunque sí los más radicales y movilizados. Los entornos de los CDR, la CUP y una parte mínima de la antigua CDC han llegado incluso a llevar su cruzada al paroxismo de solicitar el asalto de las cárceles y la liberación de lo que consideran presos políticos. Sería risible que alguien abriera la puerta de la celda de Oriol Junqueras y que este decidiera, en el posibilismo que él y su partido practican desde antes del verano, quedarse dentro. Una prueba de que los nacionalistas de ERC han decidido beatificar a su propio Nelson Mandela mientras ocupan parcelas de poder institucional desde las cuales engrandecer la base social de su apuesta secesionista.
La ruptura del independentismo, que ahora circula a dos velocidades, se producirá justo después del fallo judicial. Será visible o sólo subyacente, como hasta ahora, pero los líderes de ERC y de Junts per Catalunya (JxCat) dejarán de coexistir en pacífica armonía en el gobierno de la Generalitat. Ambos partidos ya han sido incapaces de ponerse de acuerdo en algunos ayuntamientos y en la Diputación de Barcelona, pero los presupuestos catalanes elaborados desde las consejerías económicas llevadas por los republicanos serán el pistoletazo de salida a las hostilidades públicas.
La épica que llevó a conformar candidaturas únicas de todo el espectro independentista, esas listas que unían a furibundos políticos conservadores con extremismos radicales de izquierda son ahora impensables. Después de la riada, la sedimentación y los restos arrastrados por la corriente han sido suficientes para que quienes desde ERC optan por una moderación progresiva vean a los seguidores de Carles Puigdemont como unos peligrosos hiperventilados sin oficio, ni beneficio, sin más rumbo que la salvación personal y la exaltación identitaria.
Con la sentencia se abrirá un periodo que afectará por igual a todos. Incluso a los partidarios de terceras vías representadas por una formación política capaz de reunir a entre 250.000 y 400.000 votantes hartos y situados en el espectro del llamado catalanismo leal con el Estado. Un contingente electoral constitucionalista y de centro y con posibilidades de facilitar la gobernabilidad sin el soberanismo. Con Manuel Valls alejado de ese experimento, siguen en él todavía un grupo de aspirantes que proceden de sensibilidades tan distintas y opuestas en tiempos pretéritos que se hará muy difícil su convivencia y preparación para la próxima contienda electoral catalana.
La incomparecencia de Ciudadanos y la progresiva recuperación de las expectativas del PP y del PSC-PSOE son las incógnitas por resolver en el llamado bloque constitucional. La entidad civil que cohesionó en octubre de 2017 las manifestaciones y el resto de respuestas al desafío independentista está herida de muerte por los excesos de protagonismo, los golpes de la extrema derecha catalana --nucleada en torno a Vox y al blog ultra Dolça Catalunya-- y la conformación de un negocio a su alrededor que sólo podrán suplir iniciativas como la que auspicia Mariano Gomà, el hombre al que todos intentaron descabalgar de Sociedad Civil Catalana pese a que su mandato fue el más transparente de todos y que hoy construye con una mezcla de quijotismo y compromiso el llamado Foro España.
Los magistrados del Supremo tienen la enorme responsabilidad de juzgar con atino, independencia y mano firme los hechos de 2017, pero además serán quienes corten la cinta de esta nueva etapa que se inaugurará en Cataluña nada más se haga pública su decisión.