Llega la Diada y lo que fue un día celebrado por todo el catalanismo tendrá, otro año más desde 2012, una connotación muy distinta. Se calculará si el independentismo mantiene o no el mismo vigor, si hay muestras de cansancio, si son los jóvenes o los más mayores los que se expresan con más entusiasmo. Es un hecho, que se deberá ir asumiendo, porque la sociedad catalana ha ido cambiando en los últimos años. Pero también se deberá considerar que no hay nada inmutable, y que en los próximos tiempos las cosas podrían cambiar, con un nuevo acento sobre aquello que ha unido Cataluña con España, con nuevas propuestas que logren un punto de encuentro. Las reflexiones sobre cómo lograrlo son las que se promueven desde diversos colectivos, que desean recuperar una opción política que pueda competir en las elecciones autonómicas. Se trata de la Lliga Democràtica, de Lliures o de las personalidades, intelectuales y dirigentes del PDeCAT que se reunirán en el monasterio de Poblet el 21 de septiembre.
Todos consideran que tienen la mejor pócima para recuperar un voto que existe, según los diferentes estudios demoscópicos, pero que se ha incorporado, por la coyuntura, en otros partidos desde el inicio del proceso soberanista. En gran medida, uno de los fenómenos que se espera es que el gran resultado de Ciudadanos en 2017 ya no se pueda repetir en unos nuevos comicios, y aquel millón de votos deje unos cuantos centenares de miles huérfanos de partido. Pero también se entiende que los antiguos convergentes puedan reconsiderar su voto, a la luz de lo sucedido, y aspiren ahora por una apuesta catalanista más tranquila que no repita los errores del independentismo y de las vías unilaterales.
¿Es todo lo mismo? ¿Todos aspiran a recoger el mismo voto? ¿Existe realmente el catalanismo? Son cuestiones distintas. Lliures, el partido que impulsó Antoni Fernández Teixidó, se define como un partido catalanista liberal no independentista. Pero tampoco se considera como una fuerza política que vaya en contra de nadie. Y esa es la clave, lo que todos, a partir de ahora, deberán clarificar. También los partidos que juegan en el otro campo, los llamados constitucionalistas que, en algún momento, tendrán una oportunidad para romper la política de bloques.
En el caso de la Lliga Democràtica, que impulsan Astrid Barrio y Josep Ramon Bosch, el objetivo es también recoger ese voto catalanista, pero más alejado de los partidos nacionalistas o independentistas. Hay puntos comunes con Lliures, y deberán analizar --lo harán el 18 de septiembre-- las posibilidades de confeccionar alguna candidatura, junto con Convergents, el partido que impulsó Germà Gordó. Si, en el caso de la Lliga, aparecen rasgos más cercanos a lo que fue o pudo ser el PP catalán de Josep Piqué, en Lliures se trata de buscar un nuevo electorado más joven que se defina por los nuevos retos de la sociedad catalana.
Lo que pueda ocurrir en Poblet, sin embargo, es diferente. Aquí se trata de una reflexión profunda del mundo del PDeCAT, de los dirigentes que siguen con un ancla en lo que fue Convergència y que no renuncian a un proyecto independentista. Su oposición, la de políticos como Lluís Recoder, Carles Campuzano o Marta Pascal, se centra en el llamado procés, en la vía unilateral, en las urgencias de los independentistas, en la mala praxis de los Artur Mas, Carles Puigdemont o Quim Torra. Intentarán recuperar el instrumento, el propio PDeCAT o Junts per Catalunya sin Puigdemont, con la idea de hacer las cosas de otra manera.
¿Todo eso es compatible? ¿O es un nuevo ropaje de lo ya conocido? El reto de todos es saber hasta qué punto podrán contribuir a que la política catalana deje de estar compuesta por dos grandes bloques impermeables. Dicho de otra forma, ¿se hablará de traición si en algún momento se puede formar un Gobierno de la Generalitat plural, con partidos con aspiraciones de máximos distintas?
Lo más urgente en Cataluña es que se pueda alcanzar ese nuevo consenso interno que permita avanzar y poner en pie --de una vez-- un gobierno que gestione con cabeza, con planificación, con personas preparadas, aprovechando todo lo que ofrece el autogobierno y exigiendo aquello que se considera imprescindible para ayudar a la ciudadanía catalana. En otras palabras, se podría llamar la vía Bricall, la que ha defendido siempre Josep Maria Bricall, la mano derecha en su momento del presidente Josep Tarradellas. Y aquí no sobra ni un dirigente de Lliures, ni uno de la Lliga o del PDeCAT, ni tampoco de ERC o del PSC o de Units per Avançar, el partido de Ramon Espadaler, que mantiene su alianza catalanista con los socialistas.
¿La independencia? ¿La España federal con todo el reparto del poder solucionado? Todo eso quedará como proyectos políticos en el horizonte, como aspiraciones de unos y otros, legítimas, pero a medio y largo plazo. Y, tal vez, sin grandes deseos de que se conviertan en realidad.
De hecho, eso significaría, seamos claros, la asunción de la realidad por parte, principalmente, del independentismo. Y eso, se vea de una u otra forma, lo debería apreciar el bloque no independentista.
Otra cosa es la pugna política de fondo. La necesidad, por parte de unos, --de Ciudadanos en concreto, y de una parte del PSC-- de reorientar todo lo edificado por el nacionalismo desde 1980. Eso exigiría tiempo, determinación, seriedad y recursos. Y requeriría un discurso sólido, bien argumentado, sin estridencias y capaz de permanecer mucho tiempo en la oposición, el que tarde en convencer a la sociedad catalana, de que puede ser un proyecto mejor. Eso se dirime en estos momentos en Cataluña, con la duda de si hay alguna fuerza política que pueda hacerse cargo de ese último proyecto. ¿Podía haber sido Ciudadanos?