Marcos de Quinto se incorporó a Ciudadanos el pasado marzo. Su fichaje fue un golpe de efecto del partido de Albert Rivera, que logró situar en el número dos de las listas de Madrid a un empresario sui generis. Había llegado a la vicepresidencia de Coca-Cola en Atlanta y había convertido en su seña de identidad el no tener pelos en la lengua a la hora de expresar de forma pública sus opiniones. Pero esto ha sido, de nuevo, su perdición.
No se puede aludir desde la formación naranja que no conocieran esta faceta del ejecutivo. En 2014 ya se metió en un brete al comparar el ERE que se aplicaba en la embotelladora de Cola-Cola con los procesos de reestructuración iniciados entonces (y siguen) en el sector financiero. Dos ajustes que no eran análogos si se analizaban desde el punto de vista de las compensaciones económicas que recibían los trabajadores despedidos, y que tampoco compartían pulcritud administrativa. No se debe olvidar que el primer despido colectivo del gigante de los refrescos acabó enmendado en los tribunales.
Pero más allá de ello, la incorporación de De Quinto a Ciudadanos permitía mantener el relato de que el partido contaba con talentos acostumbrados a la gestión, un punto débil recordado por sus críticos. Su currículum demostraba que sabía gestionar empresas más allá de su polémico carácter, que le llevó primero a salir de Coca-Cola y después del consejo de administración de Telepizza. Ambas renuncias se justificaron por "motivos personales", como es habitual.
Además, Rivera consiguió un doble premio. Reforzó una de las carencias de la formación y machacó al mismo tiempo al PP. De Quinto tampoco había escondido su proximidad con el partido liderado ahora por Pablo Casado, pero acabó en las filas de los liberales, que intentan fagocitar su espacio electoral tradicional. Otro relato a favor de los naranjas: son más frescos y modernos a la hora de hacer fichajes estrella.
Pero De Quinto siempre encajó más en el papel de bombero pirómano que en el de un empresario tradicional. Y los disgustos en el sector privado nunca tienen tanta publicidad como en el público. Más, si el susodicho usa una plataforma como Twitter como si estuviera hablando en un grupo de Whatsapp de amigos muy íntimos.
Tildar a los inmigrantes que están en el Open Arms de “bien comidos pasajeros” es mezquino. Tachar de “imbécil” y “mantenido” al portavoz de Facua, Rubén Sánchez, por criticarlo, o de “troll de mierda” a otro usuario anónimo que le reprochó su actitud le desacredita en todos los sentidos. Intentar una disculpa al alegar un calentón por lidiar como “deficitarios educacionales” es de un ego inmensurable. Y estos no serían los atributos ideales para un político. Más, si se tiene en cuenta que la gestión que se ha hecho en la crisis de los 107 migrantes es criticable desde muchos prismas.
De Quinto ha demostrado que no tiene la más mínima idea de cómo se gestionan las redes sociales, sin entrar en otras valoraciones. Ciudadanos intenta desmarcarse de los berrinches de su número dos en Madrid, y justifica que nunca entra en las opiniones personales de sus diputados. El partido tiene un problema. Y va mucho más allá de una simple crisis de comunicación.