No sabemos qué sentencia dictará el Tribunal Supremo en el juicio del procés. Lo que sí sabemos es que --más allá de la infinita infamia de enviar a ancianos y niños a “defender las urnas”-- la violencia de los manifestantes alzados contra el orden constitucional que fueron convocados por los hoy encausados dejó decenas de policías heridos y tenía por objetivo alcanzar la secesión. Y eso se parece mucho --por no decir que es idéntico-- a lo que señala el artículo 472 del Código Penal (rebelión).
Como la probabilidad de que haya un veredicto condenatorio es alta, los líderes independentistas han introducido esa variable en la cruenta batalla por la hegemonía nacionalista que llevan años librando. Junqueras y Puigdemont apelan a una determinada “respuesta” a la sentencia para echársela en cara al otro.
Así, el expresidente autonómico fugado y su representante en la Tierra, Quim Torra, apuestan por recuperar la senda de la desobediencia y la confrontación con el Estado de derecho --la misma que ha llevado a nueve dirigentes indepes a acabar con sus huesos en la trena--, mientras el líder de ERC es más partidario de convocar elecciones --después de facilitarle la investidura de Pedro Sánchez--.
La fractura en el independentismo es total, lo que es bueno para los constitucionalistas y para la convivencia en Cataluña. Lo que no lo es tanto es que en este escenario Junqueras, Rufián y Tardà emerjan como presuntos referentes de la sensatez.
A ver si queda claro de una vez por todas: la supuesta moderación de ERC solo responde a intereses electorales --las encuestas apuntan a que su estrategia se verá recompensada con votos del independentismo deprimido-- y personales --camino de los dos años de cárcel y consciente de la derrota, Junqueras sueña con recibir un indulto del presidente del Gobierno en cuanto llegue la sentencia--.
Recordemos que el nacionalismo solo ha reculado ante la fuerza del Estado demostrada el 1-O, igual que se envalentonó tras la debilidad del Gobierno el 9N. Una lección que debería grabarse a fuego.
En cualquier caso, un partido cuyo líder amenazó con “parar la economía catalana durante una semana”; que impidió a Puigdemont convocar elecciones para salir del atolladero poco antes del 27-O --entre sollozos de la número dos, Marta Rovira, y mensajes sobre “155 monedas de plata” de Rufián-- y que, en definitiva, lideró e impulsó el proceso de secesión ilegal no es de fiar. Los causantes del problema nunca pueden ser parte de la solución.