El informe del ministro Josep Borrell sobre las embajadas catalanas ha permitido a los independentistas distraer la atención sobre sus peleas internas durante unas pocas horas. Peleas, hay que decirlo, que tienen más de escaramuza que de batalla final, pues no parece que Junts per Catalunya y ERC, por mucha traición territorial que se echen en cara –la Diputación de Barcelona es el escenario de su enésima reyerta--, vayan a romper.
No lo harán antes de la sentencia sobre el referéndum del 1-O. Pero tampoco es probable que ERC provoque una crisis de gobierno. Porque eso no es garantía de adelanto electoral. Tampoco es que los republicanos las tengan todas consigo para triunfar en unos comicios catalanes, donde todo apunta al crecimiento de PSC y el hundimiento de Ciudadanos, mientras que es probable que Junts per Catalunya, resurja de sus cenizas gracias a la marca Puigdemont y al poder territorial que recobrará gracias precisamente a su pacto con el PSC en la Diputación de Barcelona.
Dicho esto, los secesionistas se han cargado de argumentos victimistas tras la actuación de la Guardia Civil en el Palau de la Generalitat, pero sobre todo, gracias al documento elaborado por Asuntos Exteriores sobre las delegaciones de la Generalitat en el exterior. La indignación demostrada por Quim Torra en sede parlamentaria es coherente con el discurso sobre el enemigo exterior que todo lo justifica: recortes, mala gestión, asfixia financiera… Pero tiene, asimismo, grandes dosis de absurdidad. Pretender que el Gobierno carezca de información sobre la actividad de esas oficinas mediante la labor que ejercen sus embajadas –estas sí, efectivas y legales— y la utilice en sus procesos judiciales, demuestra hasta qué punto el Govern lleva años jugando a la diplomacia sin tener ni pajolera idea.
Los aspavientos de Torra ante el nivel de conocimiento que tiene el Estado de los movimientos internacionales de quienes amenazan con “volver a hacerlo”, evidencian infantilismo e ignorancia a partes iguales. Cabe recordar que Carles Puigdemont quiso jugar a los espías encomendando a los Mossos d’Esquadra que hicieran seguimientos de políticos, periodistas y asociaciones no afines al independentismo. Ese espionaje existió y así consta en la documentación interceptada por la Policía Nacional en la incineradora de Sant Adrià de Besòs (Barcelona) antes de que fuera quemada, aunque un juez decidió que no había delito en ello, pues entendió que ese espionaje formaba parte de la actividad normal de los Mossos.
El Govern sacó pecho de esa decisión judicial, pero no aplica la misma lógica en el caso del informe de Borrell. Lo tilda de “espionaje político” y afirma que “el uso de recursos públicos, organismos y aparatos del Estado para perseguir ‘delitos de opinión’ no debe ser tolerado”, denuncia en un comunicado. “Recursos públicos”. Interesante, pues son los que ha utilizado la propia Generalitat para elaborar informes sobre una futura república catalana en la que los funcionarios del Estado debían ser “repatriados”. O para crear esa red de “embajadas” políticas --nada que ver con las oficinas comerciales que tienen las comunidades autónomas— de desconocida utilidad, dado que sus responsables no están obligados a rendir cuentas ante el Parlament: el Govern alega que se trata de cargos eventuales. Sus sueldos, nada despreciables, corren a cargo del erario público. Y también el coste de sus sedes, que en algunos casos alcanzan el millón de euros. Los dicho. Recursos públicos.
Hasta que llegó Borrell y arrojó luz sobre la agenda de estas delegaciones, dedicadas a echar pestes del Estado español.