No hay nada más ruin y cainita que una familia disputándose el legado del familiar fallecido. Los notarios tienen infinidad de anécdotas sobre cómo la paz se turba ante los intereses materiales a repartir. Aflora el egoísmo más salvaje y el hermano, sobrino, cuñado, primo o lo que sea se convierte en el enemigo a destruir.
Con el procés muerto, ERC y JxCat están repartiéndose la herencia. Sí, que nadie se equivoque: marchito el padre que les unió, no queda nada más que repartirse los restos de un independentismo circunstancial, que además arrastra pasivos como sus presos, fugados, estómagos agradecidos y toda suerte de deudas políticas a pagar.
Esa es la verdadera razón que ha hecho estallar la raquítica unidad de acción en el seno del nacionalismo catalán. Conscientes de que toca ejercer la política del día a día después del fracaso cosechado, nadie quiere que el otro se lleve el legado del abuelo indepe, al que todos adoraban aún a sabiendas de que vivía sus últimos días.
La lucha por la herencia nacionalista tiene que ver mucho con el desengaño del procés, pero también con la caída en desgracia de Jordi Pujol y de su sucesor Artur Mas. Nadie dudaba hace una década de que ese entorno articularía la etapa moderna del nacionalismo. Así se diseñó y fue en un inicio, pero la confesión de Pujol sobre su fraude tributario y la presión de la justicia sobre la corrupción del partido acabaron con las dos referencias que debían tramitar el legado.
El llamado caso 3%, sobre el que se están negociando conformidades con algunos imputados por corrupción, y en el que el exconsejero Germà Gordó tiene todos los boletos para acabar a la sombra, forzaron que Mas asumiera varios trágalas. El primero fue una candidatura electoral conjunta con los independentistas de ERC --de los que abominaba en privado--, y el segundo, una renuncia a la presidencia de la Generalitat forzado por la CUP, que se aprovechó de la debilidad política de Junts pel Sí. Mas se abrazaba después del 9N con el diputado cupero David Fernàndez, pero esa misma formación le llevó al apartadero más marginal de la política catalana unos meses más tarde.
ERC estaba en fase de recomposición tras la estampida de los Joan Puigcercòs, Francesc Vendrell, Josep-Lluís Carod-Rovira y otros dirigentes históricos. Su beatífico líder Oriol Junqueras había enlazado un discurso de buenismo que conseguía trasladar a un segundo plano las verdaderas y radicales intenciones de una formación política a la que todos sus socios en la historia califican de poco fiable. Recuérdese cuando Carles Puigdemont estaba decidido a convocar unas elecciones autonómicas, que los dirigentes Gabriel Rufián, Marta Rovira o el propio Junqueras se convirtieron en los más radicales defensores de seguir adelante desafiando todas las consecuencias. ¿Cómo hubiera cambiado la política catalana de haberse producido una convocatoria electoral en aquel momento? Mucho, sin duda. De haber votado, quizá nadie debería haberse fugado de la justicia y los políticos presos serían menos o ninguno.
Las dudas sobre ERC y sus planteamientos son variados y vienen de lejos. El partido ha entrado en una vía de supuesto pragmatismo que se agrieta cuando algunos de sus líderes toman la palabra. Ernest Maragall, por ejemplo, el hombre que pudo ser alcalde de Barcelona si no fuera porque su radicalismo de nueva planta sorprende casi tanto como el resentimiento que acumula contra el PSC, partido del que formó parte durante décadas, dirigió y le permitió toda una carrera política. Tienen razón en algo: no existe una base social suficiente para hacer probaturas con la independencia unilateral. Y su posibilismo actual los lleva a pensar que pueden ocupar esa herencia nacionalista moderada, muy apegada al territorio mediante la gobernación de ayuntamientos, en detrimento de sus aún socios de JxCat.
Peor lo tienen los seguidores de Puigdemont. Algunos de los dirigentes de esa formación como Quim Torra o Laura Borràs están más próximos a la CUP que a CDC. Si no fuera porque son demasiado burgueses y conservadores en todo lo que no sea la lengua y la nación podría decirse que se equivocaron al afiliarse: el supremacismo y xenofobia que han desplegado en los últimos tiempos nada, o poco, tiene que ver con el pujolismo convivencial de antaño.
Los independentistas han comenzado a matarse entre ellos. La herencia es la cerilla que prende un enorme incendio en estos tiempos de riesgo. Figueres, Sant Cugat, Lleida, Tarragona, la Diputación de Barcelona... no son más que coartadas menores para lanzarse los guijarros de uno a otro lado. La unidad de acción ha saltado por los aires. Quién se queda el legado independentista es la verdadera razón del desencuentro. Los de ERC se refieren a sus socios en el Govern de la Generalitat como “frikis e hiperventilados”. Los de Waterloo llaman “traidores y arribistas” a los republicanos, y apenas mantienen un mínimo respeto a Junqueras por soportar la prisión con resignación cristiana.
Quizá visto desde Madrid los matices sean más difíciles de diagnosticar. Lo cierto, sin embargo, es que el nacionalismo ha acudido al notario para abrir el testamento de sus mayores y, cuando ven lo confuso del reparto y los sapos y culebras que deberán tragarse para aceptar la herencia, han comenzado a insultarse en público. A nadie debe extrañar que la intelectualidad orgánica y sus medios concertados hayan iniciado una campaña para reconquistar una unidad casi imposible. La división vivida tras las elecciones municipales con los pactos o las diferencias ante la gobernación de España ha puesto de los nervios a todos aquellos que vivieron del procés y aún se alimentan de sus últimos coletazos. Sin falsos optimismos, la Cataluña que han construido en los últimos años se les escapa de las manos.
Los notarios se mueren de la risa. Como dirían algunos de los expertos en el marketing independentista aplicado al juicio del Supremo, esto hay que verlo: palomitas...