El turismo es el sector con más peso en nuestra economía. España, que es la segunda potencia mundial por entrada de viajeros, después de Francia y antes de Estados Unidos, es el país donde la actividad turística más aporta en términos relativos.

En Francia, de hecho, este sector ocupa el quinto lugar, mientras que en Estados Unidos es el duodécimo en importancia. Para hacernos una idea más precisa: cuando en España suponía el 11,1% del PIB, en Francia apenas era el 7% y en EEUU el 2,7%.

Estos datos ayudan a entender su trascendencia en la economía española. En 2018, los 178.000 millones ingresados por este concepto supusieron el 14,8% del total; y el empleo generado, una proporción semejante.

No obstante, las cifras son una mera aproximación a la importancia real de esta actividad en la vida de los ciudadanos. La masificación de nuestras ciudades ya es irreparable y, por lo que parece, de control imposible.

En pocos años, el Ayuntamiento de Barcelona ha pasado de ignorar el fenómeno, como hacía Xavier Trias, a demonizarlo, como ha hecho Ada Colau. Con idéntica (y nula) eficacia: se les ha escapado de las manos. No hace falta ceñirse a barrios como Ciutat Vella o la Barceloneta para ver la dimensión que ha adquirido, basta con pasear por cualquier zona del centro de la ciudad, entrar en un supermercado y comprobar la presencia de extranjeros, gentes instaladas en apartamentos turísticos --legales e ilegales-- que hacen la compra. En Sant Antoni, por ejemplo, en algunas escaleras son casi mayoría.

La demanda presiona sobre los precios de manera que los alquileres se han puesto por las nubes y ensanchan la gentrificación a nuevas zonas de la ciudad. No es de extrañar que Núria de Gispert, famosa por sus insultos xenófobos en las redes sociales, trate de colar un sobreprecio de 200.000 euros en el apartamento que ha puesto a la venta en la calle Valencia: tiene licencia turística.

Con ese panorama y una oferta competidora --Egipto, Turquía, Croacia o Túnez-- que comienza a despertar, ¿qué se puede esperar de los próximos años? ¿Se ha hecho algo en la etapa en que esos destinos perdieron atractivo por cuestiones de seguridad?

Ahí van un par de pistas.

Esta semana han trascendido dos noticias brutales para Barcelona que parecen la respuesta más clara a la inacción de nuestros gobernantes. Una señora coreana, alto cargo del Gobierno de su país para más inri, ha muerto víctima de un tirón nocturno en la zona de Diagonal Mar. Y, también, que el día de la verbena de San Juan los viajeros de la línea 4 del metro tuvieron que enfrentarse a un grupo de carteristas armados hasta echarlos de la estación. Sucesos espantosos imaginables en lugares como Barranquilla o Ciudad Juárez.

Si Zagreb, por ejemplo, y Barcelona dejan de competir en seguridad, tendrán que hacerlo en precios porque el resto de la oferta carece de fuerza para compensar esos dos aspectos fundamentales de cualquier destino turístico. Y eso es una muy mala noticia.