A Colau no le gusta que la insulten. Y es normal. La semana pasada la alcaldesa se echó a llorar durante una entrevista en RAC1 al recordar que el paseíllo por la plaza de Sant Jaume tras un pleno de investidura que “fue durísimo” porque un grupo de independentistas la llamó “puta, zorra, guarra”.

Inmediatamente después reclamó gestos de solidaridad para con ella. “Me gustaría que esto se condenara. [...] En la plaza se vio una situación de degradación que no se tendría que tolerar”, señaló. Unas condenas que, sin embargo, Colau o su entorno han escatimado o dulcificado, llegando incluso en ocasiones a justificar los ataques --provocación, generar crispación--, cuando las víctimas han sido otros políticos constitucionalistas. Basta recordar los innumerables actos de acoso contra Inés Arrimadas (Cs) y Cayetana Álvarez de Toledo (PP). A ellas tampoco les gusta que las insulten. Ni a mí, cuando en las tertulias de radio y televisión soy el único que defiende posiciones contrarias a la secesión. Aunque no por ello nos ponemos a llorar.

Es curioso constatar la evolución de Colau. Hace algún tiempo defendía con vehemencia los escraches a empresarios o políticos con responsabilidades institucionales. Calificaba estas intimidaciones --que incluían todo tipo de insultos-- de “práctica profundamente democrática”. Hoy ya no lo ve tan claro. Bienvenida al sentido común, alcaldesa.

Pero lo que resulta inexplicable es su pertinaz empeño en seguir haciéndole el juego a los independentistas --asumiendo que ella no lo es, como dice, pese a haber votado a favor de la secesión en el referéndum ilegal del 9N-- cuando ha comprobado en sus propias carnes cómo se las gastan, cuál es su verdadero rostro.

La primera medida de Colau nada más ser reelegida alcaldesa fue volver a colgar el lazo amarillo en la fachada del ayuntamiento. Y en la entrevista en RAC1, tras denunciar que la habían llamado “puta, zorra, guarra”, se apresuró a matizar que sabía que “esto no representa a la mayoría del independentismo”. Además, esa misma semana permitió que autobuses y metro de Barcelona lucieran una campaña de Òmnium Cultural --en contra de las normas del AMB-- en la que la entidad nacionalista advierte de que “lo volveremos a hacer”, en referencia al intento de secesión unilateral de otoño de 2017.

Me viene a la memoria cómo Montilla tuvo que huir protegido de la manifestación contra la sentencia del Estatuto de julio de 2010 que él mismo había convocado. A pesar de aquello, el expresident siempre ha tratado de hacerse perdonar por el nacionalismo, hasta el punto de negarse a votar el 155 en el Senado y acudir a actos de Òmnium Cultural --el último, hace apenas un mes--. Un esfuerzo inútil, pues sigue siendo un apestado para ellos.

Si la alcaldesa cree que con gestos amables los independentistas radicales la van a perdonar por haberle birlado el cargo a Maragall con los votos del PSC y de Valls, va lista.