La presentación del proyecto de Presupuestos Generales del Estado ha propiciado una retahíla de demandas a los socialistas para que repasen de nuevo las cuentas públicas para bajar los impuestos. Tanto de los principales partidos de la oposición, que han anunciado enmiendas a la totalidad de la principal política que cada año se aplica en el país, como de los conciudadanos que aportan su opinión a un debate muy propicio de principios de año, la necesidad de dejar de mermar los ingresos personales.
Pagar no resulta una actividad gratificante para nadie (huyan de quién afirme lo contrario). Hasta la fecha, se han recomendado grandes dosis de pedagogía y de paciencia para explicar las bondades de las tasas. Unos ingresos que, básicamente, soportan el Estado del Bienestar tal y como lo conocemos. Incluso cuando ha pasado por mejores momentos que el actual, cuando aún pesan los recortes de la crisis y la limitación del déficit público.
Los ciudadanos exigen servicios públicos de primera calidad y la excelencia en servicios tan básicos como la atención sanitaria o la educación, pero a la hora de financiar se suelen buscar los artilugios que propician limitar la contribución al mínimo posible. Lo hacen las grandes fortunas, algunas de las cuales han tenido que hacer frente a pagos ejemplificantes con pena de telediario incluida, y los bolsillos menos privilegiados. Hay artimañas menos sofisticadas que también buscan limitar la aportación al fisco, incluso por necesidades más puras que las del colectivo anterior, y que en muchos casos también salen a la luz previa inspección de la Agencia Tributaria.
Más allá de la oportunidad o no de ciertos impuestos, tanto los viejos como los de nuevo cuño que se ha sacado de la manga Pedro Sánchez, la presión fiscal en España se sitúa en el proyecto presupuestario que se acaba de presentar en el 35,5% del PIB. Un punto más si se compara con el ejercicio precedente, pero aún muy por debajo del 41,4% que supone la media de la Unión Europea.
El Viejo Continente sirve de ejemplo en muchas ocasiones como espejo en materia de gobernanza y por el alto nivel del Estado del Bienestar. Pero hemos llegado a la disyuntiva de que se aspira a igualar las escuelas de Finlandia y el transporte público de Alemania, pero con unos niveles de recaudación pública que se quedan a años luz de los que tienen en estos países. Lo mismo ocurre con el gasto del Estado, ya que incluso los que más austeridad recomendaban durante la crisis no se aplicaron en sus propios territorios los tijeretazos que aún persisten en España.
La “sangría de impuestos” que se denuncia en voz alta se olvida apuntar que, sin recursos, el Estado del Bienestar es una quimera. Y son los impuestos los encargados de engrosar las arcas públicas.
Cuestión a parte representa la oportunidad en el gasto o las evidentes desigualdades que se genera con, por ejemplo, los impuestos de sucesiones y donaciones. Sus diferencias en las autonomías han llevado a una competencia territorial para captar empresas o grandes fortunas, aunque las zonas más afectadas no quieren ni oír a hablar de perder esta transferencia comunitaria en pro de la armonización.
Pagar menos impuestos no es de por sí positivo y da alas a discursos populistas que han encendido las alarmas en las últimas semanas. Nadie va a recibir con los brazos abiertos la aplicación de un nuevo gravamen, pero los caminos para disfrutar de mejores pensiones o para subir los salarios públicos no ofrecen demasiadas alternativas en el momento actual en el país.