Es de sobras conocido que Rodrigo Rato entró en política por la puerta grande gracias a la generosa contribución de su padre a las arcas de Alianza Popular, partido entonces dirigido por Manuel Fraga. Era una práctica común en los sistemas caciquiles, y aunque no lo parezca también lo es en estos momentos y en estas tierras. Que le pregunten si no a ese diputado de Junts per Catalunya de tan alto nivel intelectual que presume de sus deficiencias lingüísticas.
El generoso gesto de Ramón Rato ya era premonitorio de cuál podía ser la trayectoria del hijo de papá exbanquero y títulos nobiliarios que se colocaba en la política. Rato tuvo al alcance de la mano incluso llegar a la presidencia del Gobierno, y si no lo consiguió en absoluto fue porque José María Aznar sospechara de él esa afición por lo ajeno que ahora queda acreditada.
Si no resultó el elegido de la terna --Jaime Mayor y Mariano Rajoy eran sus competidores-- fue porque despertaba dudas de fidelidad eterna al líder hierático y porque, más importante aún, se había ganado la antipatía de Ana Botella tras separarse de su mujer para ir a vivir con una joven periodista.
Y no solo se equivocó Aznar, que ya lo había encumbrado a los altares como presunto autor del milagro económico español durante aquel ciclo positivo que todo el mundo creyó eterno. También lo hizo José Luis Rodríguez Zapatero, que dio el visto bueno a su aterrizaje como director gerente del FMI, donde no agotó el mandato y tiró la toalla sin que nunca explicara por qué había abandonado el puesto de mayor relieve mundial alcanzado jamás por un español, excepción hecha quizá de Juan Antonio Samaranch al frente del COI.
Rato ha pasado su primera noche en la prisión de Soto del Real, en la misma que está ingresado Estanislao Rodríguez-Ponga, exsecretario de Estado de Hacienda con él como vicepresidente del Gobierno del PP. Ambos coincidieron también en el consejo de administración de Caja Madrid-Bankia, y han sido condenados por el uso fraudulento de tarjetas de crédito opacas para la Agencia Tributaria.
En el caso de Rato son cuatro años y medio de prisión ratificados por el Tribunal Supremo por gastar casi 100.000 euros con cargo a la caja de ahorros en bebidas, discotecas, wiskerías y “obras de arte”, además de importantes retiradas de efectivo en los cajeros. Y aún le quedan pendientes dos causas: una por la tramposa salida a bolsa de Bankia, donde enganchó a numerosos pequeños ahorradores, y otra por fraude fiscal.
El repaso del uso que hizo de aquella tarjeta --qué tipo de gastos cargó, a qué horas, con qué frecuencia-- dibujan a un presidente de banco que infunde temor. Y da pie a sospechar que en sus años de poder, ya prescritos, debió amasar lo que no está escrito.
Al contemplar las imágenes de su entrada en el penal con gesto compungido es difícil no acordarse del estreno parlamentario de nuevos valores como Pablo Iglesias o Alberto Garzón, cuando trataban de cultivar su imagen de políticos destinados a acabar con el régimen del 78. Los muy jovencitos no sabían que los verdaderos antisistema no son ellos, sino personajes como Rodrigo Rato.