La transformación política y económica de las sociedades occidentales se acelera. Los contemporáneos creemos que todo puede ser asumible, pero a cierta distancia se podrá comprobar que el salto en las dos últimas décadas --y lo que viene-- ha sido enorme. En todos los aspectos. Lo difícil es establecer la relación causal. Pero, en gran medida, y a disgusto de los que creen que todo depende de las relaciones económicas, el asunto es político. Por una parte, la elección de las élites, y, por otra, el cambio en la oferta de la información, con medios de comunicación diferentes, con instrumentos para llegar a los ciudadanos más simples, con mayor competencia y generadora de un mayor ruido.
Se habla en nombre del pueblo de forma constante, para legitimar mensajes políticos y decisiones que se saben que no llevarán a ningún lado, y que se lanzan para desgastar al adversario, o para alcanzar un mayor poder, y, sólo en parte, porque se cree en ellas. Porque el pueblo, como tal, no existe. Son ciudadanos, que toman decisiones de forma individual, aunque pensando en el otro, con una cierta ilusión de que todos caminan juntos hacia una misma meta.
En Cataluña esa apelación al pueblo es recurrente. Se insiste en que hubo “un mandato democrático” no ya en el referéndum del 1 de octubre, sino en las elecciones del 21 de diciembre. ¿Se puede respetar esa idea, de que hubo "un mandato democrático para proclamar la república"? Según ese principio, que defiende el bloque independentista, la mayoría existe: 70 diputados, entre Junts per Catalunya, Esquerra Republicana y la CUP. ¿Pero en una democracia formal y real como la española --y se pueden incluir todos los defectos que se quieran-- es legítimo apelar al pueblo para defender un proyecto separatista que no cabe en la Constitución que te ha permitido celebrar esas elecciones?
Eso es lo que sigue sin entender el mundo independentista, lo que lo acerca mucho a los movimientos populistas que atormentan a los demócratas en toda Europa. Es un ciclo que se repite y que demuestra que el sistema democrático, con un Estado de derecho, con la protección de las minorías, es casi un privilegio. Hace cuatro días que lo disfruta el conjunto de Europa. Son sólo setenta años, desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Es una especie de paréntesis, que se debería poder asegurar, hacer de ello un largo periodo de normalidad.
El pueblo, por tanto, no puede justificar decisiones políticas que atenten a un Estado de derecho. Lo contrario sería una revolución. ¿De verdad quiere el independentismo iniciar una revolución? Adelante, que exprese el coraje de llevarla a cabo, o inicie ya una digna retirada. Pero que ni Carles Puigdemont, ni Quim Torra, ni Oriol Junqueras, ni ningún líder de entidad soberanista se refiera más al “mandato del pueblo” porque fueron ellos los que se lanzaron al ruedo, los que propugnaron un camino hacia ninguna parte.
La literatura especializada es muy productiva. Lo que ocurre en Cataluña no es algo singular. En Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Ariel), se da cuenta de ello. Poco a poco, sin darnos cuenta, vamos perdiendo elementos esenciales para vivir en un sistema democrático. En otro trabajo, El pueblo contra la democracia, de Yascha Mounk (Paidós) se analizan las causas de la pérdida de prestigio de la democracia.
Una de ellas se vivió con intensidad en España. Y, como hubo buenos políticos en ese momento, que conocían que eso podía ocurrir, se buscó una solución. Se trata de la conexión entre el sistema democrático y el bienestar económico. En la transición se decidió subir salarios, a riesgo de elevar la inflación, --algo que ocurrió-- para que no se asimilara la democracia con una crisis económica de órdago --años setenta y los efectos del precio del petróleo por las nubes--, además de otros factores internos.
Esa conexión se ha roto en Occidente. Hay un estancamiento en las economías familiares, que tiene un mayor efecto en aquellas clases medias cuyos hijos son conscientes que no tendrán unas mejores condiciones que sus padres. Muchos de ellos, aventuro, se han inclinado por el independentismo. Vean en las manifestaciones a esos jóvenes alegres con esteladas. Lo que les preocupa es perder posiciones en el futuro.
Otro de los factores que indica Mounk es la ruptura del papel de los medios de comunicación, que actuaban como colchón frente a las propuestas más extremistas. Ahora todo se refleja, una idea fuerte y la contraria, la de una minoría y la de una mayoría. Y un tercer elemento, mucho más preocupante, es que no queremos asumir que habrá una sociedad global, con individuos con referentes culturales totalmente distintos a los nuestros.
Claro que pensar todo eso es complejo. Idear respuestas, como un Estado que sea lo más neutral posible, no es algo fácil. Pero lo que no es de recibo es que los dirigentes políticos digan que han recibido un “mandato democrático”, que han escuchado la voz del “pueblo”, para justificar sus irresponsabilidades.