Puestos a soñar, puede que las sentencias de los casos Gürtel y Nóos abran una nueva etapa en la democracia española en la que tanto los ciudadanos como los partidos políticos redoblen su nivel de exigencia respecto a la corrupción. Sirva de ejemplo la de Màxim Huerta, que ayer dimitió como ministro de Cultura apenas una semana después de su nombramiento y no precisamente por un caso de tráfico de influencias o malversación, sino por un ajuste de cuentas con Hacienda judicializado. Cesar parecía inevitable, no tanto por los hechos en sí, sino por haberlos ocultado al presidente Pedro Sánchez.
Pero los sueños, como dijo Calderón de la Barca, sueños son. Y mientras tanto quedan por resolver el fraude los ERE y el cometido por la familia Pujol, que campa a sus anchas después de haber tenido cuentas ocultas en paraísos fiscales y negocios turbios con empresarios afines al nacionalismo primero y con el independentismo después.
Más de treinta años en el poder, incluyendo los que CDC ha gobernado con ERC, dan para mucho entramado político-empresarial. Dónde acaba el interés público y dónde empieza el privado siempre fue difícil de determinar, y mucho más de investigar, siendo el caso Palau el que sentó un antes y un después en los escándalos convergentes. De ese fraude consistente en el pago de comisiones por adjudicación de obra pública trata el libro de Manuel Trallero El bolso de Mariona Carulla publicado por Crónica Global y que hoy se presenta en librería +Bernal.
Las amistades de los líderes convergentes con el empresariado catalán no siempre han sido delictivas, pero sí peligrosas. A Artur Mas, su primera oportunidad profesional se la dio Lluís Prenafeta en la empresa Tipel. Ya presidente, el líder convergente tuvo que acceder a las turbias reuniones que Prenafeta organizaba con empresarios. A Mas nunca se le ha inculpado por corrupción, pero sí por las ilegalidades del procés.
Tampoco se le puede atribuir delito alguno a Damià Calvet, nuevo consejero de Territorio y Sostenibilidad. Aunque en su pasado también hay personajes oscuros, como Felip Massot, el dueño de la inmobiliaria Vertix, donde Calvet trabajó durante los años del gobierno tripartito, tras abandonar la administración de Jordi Pujol, donde había ocupado cargos en la Consejería de Territorio.
Massot, que siempre hizo ostentación de su nacionalismo y llegó a ser considerado como el testaferro de Artur Mas, fue investigado por una operación inmobiliaria con CatalunyaCaixa y por la compra de unos terrenos al exconsejero Antoni Subirà.
Tras este intermedio empresarial, Calvet volvió al Govern en 2011 con Mas, también en el ámbito de las obras públicas. Primero como secretario de Territorio y después como director del Incasòl. Hasta que, a finales de mayo, fue nombrado consejero.
Con esta trayectoria, es normal que Calvet despierte recelos entre los grupos de la oposición. No tanto por la vinculación con Massot o la conocida familia Broggi, para la que elaboró un controvertido convenio a la medida cuando era concejal de Urbanismo en Sant Cugat, sino por las políticas especulativas que pueda aplicar en un ámbito tan sensible como el de la vivienda social, en manos de CDC durante 30 años. Vender parcelas de titularidad pública, como hizo Calvet al frente del Incasòl, o subastar inmuebles procedentes de herencias intestadas en lugar de destinarlos directamente a personas en situación de emergencia social, como ha ordenado la Vicepresidencia económica que dirige Pere Aragonès (ERC), no es la mejor tarjeta de presentación para un Govern que presume de priorizar las políticas sociales, como hemos denunciado en Crónica Global.
Sin embargo, hay que dar un margen de confianza al nuevo ejecutivo de Quim Torra. Aragonés y Calvet han convocado hoy una rueda de prensa para informar de las iniciativas de la Generalitat en la promoción y compra de vivienda de alquiler social.