La transición, la lucha antifranquista, la defensa, por tanto, de la democracia. Esa alianza entre la izquierda y también la derecha democrática que quería otra España --que también existía, de carácter liberal y democristiana, aunque se quiera incidir en que todo era patrimonio de la izquierda-- con el nacionalismo catalán y vasco hizo posible una corriente de simpatía hacia esos dos colectivos. Y de ello se benefició especialmente el catalanismo, y el nacionalismo catalán, porque se entendía y se defendía que se contribuía a la modernización de España.
La música, la literatura, la lengua y toda la cultura catalana en general era admirada. Y, aunque se crea desde Cataluña que eso ha cambiado, esa corriente de admiración se mantiene. Lo que ocurre es que en todos los rincones de España el avance ha sido también mayúsculo, y se siente un cierto orgullo patrio, llámese extremeño, andaluz o castellano. Curiosamente, y eso se debería tener en cuenta en Cataluña, el avance no ha llegado con la potencia necesaria a zonas de Castilla y León, como bien ha explicado Sergio del Molino en La España vacía (a pesar de que ha recibido críticas por abusar de algunos “tópicos”).
Ahora que se recuerda aquel 18 de mayo de 1968, hace cincuenta años, cuando Raimon protagonizó en la facultad de Económicas de Madrid el acto más emblemático del antifranquismo, con canciones en catalán, con esa maravillosa variante occidental que es el valenciano, con poemas de Ausiàs March y de Salvador Espriu, es necesario pensar en lo que ha ocurrido en todos estos años en Cataluña.
El nacionalismo catalán, ahora mutado en independentismo, no ha querido admitir que tenía un trabajo con un horizonte temporal: con el logro del autogobierno, con cuestiones tan importantes como la inmersión lingüística en las escuelas, con un país como España --pese a todas las dificultades, como todos los países de su entorno-- democrático y modernizado, lo importante era ser ciudadanos, con derechos y obligaciones, no buscar el programa máximo que lleva a poner en pie un Estado propio, poco a poco, en una especie de traición al conjunto de los ciudadanos españoles, entre ellos a los propios ciudadanos catalanes.
Por ello, en el horizonte inmediato se dibuja un debate, una posibilidad: ¿qué hacer ante el proyecto independentista? ¿Oponerse con la bandera de un nacionalismo español con un feo pasado, lleno de complejos? Es lo que querría el independentismo catalán, precisamente, y lo que piensa y difunde el nuevo presidente de la Generalitat, Quim Torra.
Se trata, en su cabeza, de ofrecer una distinción nacional entre dos colectivos, entre dos demos, que deja a la mitad de los catalanes en una situación de indefensión. En su narrativa, esos catalanes no serían catalanes, sino españoles que viven en Cataluña.
Es un relato complicado, peligroso. Lo que nos lleva a sostener que para superar el conflicto habría que apostar por una carta de ciudadanía, que la ofrece España, como Estado de derecho. Ante ese independentismo identitario, la alternativa no es ser español o catalán: es ser ciudadano, con un Estado que garantiza todos esos derechos, y que no puede ser considerado como un ogro español, entre todas cosas porque es el que garantiza, con todo el desarrollo legal de la Constitución y los estatutos de autonomía, el autogobierno catalán.
Ese es el debate que llega. O debería llegar. Pero unos y otros, desde posiciones maximalistas, podrían llevar al enfrentamiento civil. Esperemos que no llegue.