Tras escuchar la embestidas de algunos dirigentes independentistas contra Pablo Llarena, me viene a la cabeza la frase “no preguntes lo que la justicia puede hacer por ti, pregunta qué puedes hacer tú por la justicia”. Los discursos de Kennedy siempre son muy socorridos. Dentro de sus competencias, limitadas es cierto, el Govern del procés apenas ha movido un dedo por mejorar la administración catalana, más allá de lamentarse por la escasa sensibilidad de jueces, fiscales y funcionarios por la lengua catalana. Resultaba inútil recordar que el escaso uso de ese idioma no se debe a la animadversión del personal judicial, sino a la escasa tradición opositora de los catalanes, lo que dispara la movilidad. La Generalitat llegó a colocar comisarios políticos en los juzgados durante el gobierno de Pujol para forzar su “catalanización”. En la anterior legislatura, Carles Puigdemont intentó recuperar ese tipo de control en forma de “equipos de evaluación y mejora” para romper la resistencia de la justicia a la penetración independentista. Ni por esas.
Echados ya al monte de la secesión unilateral, el siguiente paso consistía aprobar una ley de transitoriedad cuyo objetivo era lograr el control político absoluto de jueces y fiscales. No solo los juristas consultados por Crónica Global pusieron el grito en el cielo, sino que miembros de los Mossos d'Esquadra confesaron haberse sentido aliviados tras la aplicación del 155 ante el intervencionismo del “Estado catalán” que se avecinaba.
Convencidos de que Llarena trabaja para el Gobierno, pues de haberse aplicado la ley de transitoriedad, los jueces catalanes estarían al servicio de Puigdemont, la estrategia de defensa de los encarcelados pasa por desprestigiarle
Esto es lo que ha hecho hasta ahora el Ejecutivo soberanista por la justicia, lo que da idea de la imagen/concepto que tiene el independentismo del poder judicial. Convencidos de que Llarena trabaja para el Gobierno español, pues de haberse aplicado la ley de transitoriedad, los jueces catalanes habrían estado al servicio de Puigdemont, la estrategia de defensa de los encarcelados por el procés pasa por desprestigiarle. Hasta el punto de embarcar al Parlament en una querella que huele a malversación.
La ofensiva no parece inmutar al magistrado del Tribunal Supremo, convertido en juez estrella, no por sus comparecencias mediáticas, pues apenas se prodiga, sino por el macrosumario que le ha tocado instruir. Quienes le conocen le describen como un profesional concienzudo con gran prurito profesional. No es de extrañar, por tanto, que Llarena le pida explicaciones, y con urgencia, al ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, por haber asegurado que el referéndum del 1-O no se pagó con fondos públicos. Algo que contradice los informes de la Guardia Civil que obran en su poder. Si en ese requerimiento hay un factor personal, es decir, que responde a una demostración de independencia judicial, es algo que nunca sabremos.
Sí sabemos, a estas alturas de bronca y desacato, que es absurdo preguntarse qué puede hacer la justicia por el independentismo. Porque ese enunciado cuestiona la separación de poderes. Avanzar sobreseimientos, indultos o exculpaciones en aras a destensar la situación es ilógico. Otra cosa es el debate del uso y abuso de la prisión preventiva, pero no circunscrito a los políticos presos.
Los procedimientos judiciales españoles son muy garantistas --y si no, que se lo digan a Hervé Falciani, que no se fía de la justicia suiza-- y, por ello, con frecuencia se alargan excesivamente en el tiempo. A diferencia de la admirada justicia alemana, en España no hay cadena perpetua. Poco o nada se ha dicho de ese castigo extremo que conlleva la alta traición en el país que liberó a Puigdemont y que ahora dice que a lo mejor sí hubo rebelión.