El hambriento independentismo es insaciable. La manifestación de este sábado en Barcelona fue la constatación más obvia de que contra la actuación del soberanismo y de los radicales que lo apoyan en su propósito de destrucción del estado sólo cabe el rigor y la firmeza en la unidad. Confiábamos en que el acto de protesta contra la barbarie terrorista permitiera una mínima tregua en sus reivindicaciones, un respeto justo para las víctimas del atentado y una actuación que legitimara sus peticiones como hombres y organizaciones de bien.
No fue así. Admitamos que la situación ha alcanzado tal degradación que cuesta pensar que ni el diálogo ni la razonabilidad intelectual puedan sacarnos de la ciénaga política en la que tenemos atrapados los pies los catalanes. Cataluña se ha convertido en un laboratorio de márketing político en el que se prueba todo tipo de maniobras propagandísticas a favor del nacionalismo. Todo sirve, tragedia incluida.
El independentismo ha conseguido llamar la atención sobre una monarquía que quisieran erradican en su ilusoria concepción política de una utópica república catalana. Convertir la manifestación en un ajuste de cuentas con la industria militar española y la Casa Real es tan vil que ni tras los atentados de Atocha jamás se criminalizó igual a José María Aznar por su participación en el Pacto de las Azores y las mentiras que siguieron a la locura de aquel fatídico 11M en Madrid. Los únicos responsables del terrorismo que nos azotó el 17 y 18 de agosto, y que sin la providencia hubiera supuesto una matanza mayor, son quienes lo ejecutaron y planificaron, los terroristas. Leer en las horas previas a la manifestación que Josep Huguet, un ex alto cargo de ERC y consejero de la Generalitat con el tripartito de Pasqual Maragall y José Montilla, acusaba al Estado de asesino es el colmo de la estulticia política.
También habrá espacio político para analizar si la presencia del rey Felipe VI era necesaria en Barcelona
Tiempo habrá para sacar conclusiones de qué fallos ha cometido la clase política, la española, por supuesto, pero también la catalana que en su día optó por unos determinados modelos migratorios por meras razones religiosas, culturales y, por ser exactos, lingüísticas. Ya llegará, por otra parte, el momento de que los mandos de los Mossos d’Esquadra se apeen del podio imaginario al que les ha aupado el nacionalismo y alguien les recuerde que si son competentes en algunas cosas, también son responsables de las mismas. Tiempo tendremos para analizar cómo la manipulación desde las instituciones consigue generar estados de opinión de difícil reversibilidad. Y también habrá espacio político para analizar si la presencia del rey Felipe VI era necesaria en Barcelona, conocedor como era de que su visita se producía en el momento en que el papel institucional podía ser el saco de boxeo del soberanismo y sus jóvenes cachorros de la CUP.
Pero la tregua necesaria ha sido imposible. Barcelona había sido golpeada y responde con golpes, sin la grandeza histórica de la que siempre nos sentimos orgullosos. Se refugió en un eslogan casi espontáneo en el que decía al mundo entero que no tenía miedo. Ojalá sea así, muchos tenemos verdadero pánico. Y algunos catalanes demostraron con la politización y el uso torticero del dolor ajeno que no tienen vergüenza ni respeto a principios y valores comúnmente aceptados.