Con tanta desgana como previsión, llegamos al ecuador del Ferragosto. Son días de normal asueto, pero este año la política catalana ha variado un poco el reloj biológico y casi del todo el vacacional. Dirán sus oponentes que los impulsores del soberanismo no pintan nada, pero no es cierto: su feria propagandística, como una tremenda mancha de aceite accidental, lo inunda todo, hasta adaptar el calendario público a sus intereses. El 16 de agosto era necesario tener fregado y seco el Parlament para, con muda limpia, arrancar la recta final de todo un nuevo relato político nacido hace ya unos años, en los tiempos de negociación del Estatut, de recursos al Constitucional y de profunda crisis económica sobrevenida.
El independentismo está ante sí mismo, frente al espejo. Tiene dos opciones: intentarlo y fracasar o atrasar su deseo y frustrarse. No será fácil. Una de las vías genera mártires para la causa (y no existen garantías de que los afectados aspiren a esa noble condición), mientras que la otra ridiculiza aún más a los protagonistas de un pulso sostenido contra los poderes legislativo, ejecutivo y judicial españoles.
El soberanismo ha llegado muy lejos en sus aspiraciones, incluso pese a que sus terapeutas a distancia, Antoni Puigverd incluido, llegan fatigados. Algunos de sus más ilustres defensores se ven ya próximos, acariciando la independencia de su patria como en una infantil ilusión propia de la llegada de los Reyes Magos. Son tan ilusos argumentales como arrojados e inconscientes, aunque hayan abierto una espita peligrosa. Ahora ya no será Mariano Rajoy y la Brigada Aranzadi quienes respondan en solitario a sus movimientos tácticos. A ellos se añadirá una parte de la sociedad catalana, todavía mayoritaria a la que no le gusta ser transportada por carreteras serpenteantes, desprotegidas y con alto grado de siniestralidad política.
Por más que molesten los goles de Ronaldo en el Camp Nou, es ilegal empequeñecer la portería cuando dispara el portugués
Hartos de supuestas legitimidades democráticas, una ciudadanía hastiada no quiere asistir en breve a otro debate sobre si L'Hospitalet quiere independizarse de Cataluña por más que su pleno municipal lo decida y se arrogue la soberanía popular que desee, con todo el respeto para los del Llobregat. La democracia son las urnas, cierto, pero también el respeto a las leyes y normas. Democracia es la aceptación de las reglas de juego por parte de todos, no sólo de unos pocos. Por más que nos molesten los zapatazos de Cristiano Ronaldo en el Camp Nou, es ilegal empequeñecer la portería contraria cuando dispara el portugués.
Esa misma parte de la ciudadanía catalana, en parte responsable civilmente de lo acontecido, dejó crecer la espuma del suflé. El error anidó en que sólo veía delante de las frases grandilocuentes y la permanente reivindicación un choque de trenes entre la derechona catalana, orgullosa de su cosmopolitismo nacional (esa Cataluña rural y carlista que ha tomado al asalto lo urbano), con el conservadurismo más mesetario y rancio, el de pañuelo en la americana y mantilla en los días señalados por la España nacional. Nadie, ni los propios independentistas, soñaron jamás con llegar tan lejos en sus oníricos delirios. Ahora, parafraseando al Machado "franquista" y "anticatalán", una de las dos Cataluñas empieza a helar los corazones.
Pero una porción no desdeñable de ciudadanos de Cataluña abomina de experimentaciones caprichosas. Más todavía si hay que asumir el menor riesgo para la estabilidad y el progreso, que sólo se valora cuando está próximo a desvanecerse. Los independentistas creen hallarse frente al registrador de la propiedad y su gobierno, pero hoy yerran el tiro. Toda Cataluña, con ganas o sin ellas, ha participado ya del debate que propusieron. Ahora, y aquí está su mayor riesgo, tienen apenas unas semanas para evitar ser odiados por esa mayoría silenciosa a la que el statu quo autonómico le parece perfectible --pero adecuado-- y que preferiría disponer de políticos más resolutivos, menos corruptos, nada sectarios y mejores gestores de lo público. Entre los hooligans de uno y otro lado habita una masa variopinta de personas que están hasta la barretina de este lío.
¿Habrá más astucia?, ¿damnificados, daños colaterales?, ¿se producirán dimisiones?, ¿cómo se reconducirá la frustración?
Llegar hasta aquí no ha sido fácil para el movimiento soberanista. El nacionalismo lleva años aplicando una terapia propagandística que elevaba el diapasón de forma gradual en aquellos ámbitos de la sociedad más receptivos con los postulados identitarios y culturales. Se permitía, incluso, formar convencidos activistas. En esa línea de actuación permitan que me descubra ante Jordi Pujol y su Programa 2000 de los años 80, y ante todos sus sucesores (los apresados, los condenados y los que aún aspiran) que consiguieron extender el romanticismo patriótico y nacional como una especie de plaga inofensiva y hasta folclóricamente curiosa. La fábrica de las autonomías pactada en 1978 aún no había engrasado su maquinaria y los más hábiles, los más astutos, lograron granjearse una situación de excepcionalidad factual frente al resto de los ciudadanos. No, no me refiero directamente a vascos y navarros, que allí las hondas y las sopas iban violentamente unidas, sino a los catalanes autonómicos que confeccionaron una administración de nueva planta tan desleal con el Estado al que representaban como victimista, internamente grasienta y corrupta pese a su juventud.
De aquellos polvos hemos llegado a estos lodos. Al anuncio de un referéndum de autodeterminación que no ha sido convocado pero que, en cambio, mantiene a todo aquel con un mínimo de interés por lo catalán pendiente de los acontecimientos. ¿Habrá más astucia?, ¿habrá llegado el momento de frenar determinadas veleidades exclusivistas?, ¿quién dará el primer paso?, ¿qué intensidad tendrá la primera respuesta?, ¿será la calle un lugar en el que el ruido explote?, ¿habrá damnificados, daños colaterales?, ¿cómo se reconducirá la frustración?, ¿alguien ha pensado en el día después y en el sosiego de los corazones exaltados?, ¿se producirán dimisiones?, ¿existirá quien pida perdón por el tiempo, los recursos y la energía empleada en vano?, ¿volveremos los catalanes a ser un pueblo consciente y mercantilmente cabal, capaz de negociar en lo privado y en lo público como antaño?, incluso, ¿qué pensarán los vecinos?
Con tantos independentistas convencidos, con una amplitud de políticos que han hecho del soberanismo su primer empleo en la comunidad y con una clerecía excitada y expectante, nada de lo que suceda es previsible y arrastra un componente aventurero excesivo para cuestiones colectivas. Desgraciadamente, lo que está en juego a esta altura del contencioso es aclarar quién gana y quién pierde; no caben las tablas finales, ya que así se ha planteado la partida por ambas partes. Es, desgraciadamente, la hora de la verdad para Cataluña, para nosotros, sus ciudadanos. El desconocido inicio de un futuro preocupante.