De poder elegir, Sant Jordi debería ser el día festivo de Cataluña por excelencia. Ni la Diada del 11 de septiembre ni cualquier otra conmemoración se aproxima por asomo a la aceptación popular y natural que los catalanes hacemos del 23 de abril.
Una fiesta en la que los protagonistas son el libro y la rosa, que se ha extendido como una enorme tradición intergeneracional e interclasista, dice mucho a favor de quien la practica. Literatos de todo el planeta se han sorprendido en alguna ocasión cuando recorren Barcelona u otras ciudades catalanas para promocionar sus obras. La festividad tiene un colorido, una normalidad cívica y una sensibilidad tan especial que retrata a la perfección el modelo de una sociedad moderna, inquieta, pacífica y que rezuma interés por avanzar de manera armónica.
La apropiación que el nacionalismo romántico ha hecho del 11 de septiembre y su utilización política por parte de las entidades soberanistas están hurtando el interés de una parte de la población por esa jornada festiva. Recuerdo en una ocasión tuve la oportunidad de charlar en una tertulia radiofónica con Jordi Sànchez, el presidente de la Asamblea Nacional Catalana (ANC), en los prolegómenos de un 11S. Tras escuchar cómo invocaba esa fecha para llamar a los catalanes a reivindicar el independentismo en la calle, me permití preguntarle algo bien sencillo: cómo debíamos celebrar la Diada los catalanes no independentistas. Tras unos segundos de silencio, su circunloquio posterior no consiguió hilvanar una respuesta integradora y correcta.
Sant Jordi es hoy por decantación la más auténtica celebración de quienes en Cataluña aman su comunidad, pero sin excluir ninguna pertenencia territorial, ninguna condición política, ni, en definitiva, a nadie
Sant Jordi, en consecuencia, se ha convertido por decantación en la más auténtica celebración de quienes en Cataluña aman su comunidad, pero sin excluir ninguna pertenencia territorial, ninguna condición política, ni, en definitiva, a nadie. La rosa, como símbolo del amor entre las personas; y el libro, como la voluntad de una sociedad por incrementar su conocimiento, civismo y facilitar la transmisión de cultura, son un enorme artefacto ideológico para una comunidad que no debe entregarse a ninguna ideología.
Lo ha intentado Carles Puigdemont, apurado como está en lo político, en los discursos que ha pronunciado con motivo de la festividad. Hasta la iglesia le ha llamado la atención con la discreción habitual. No ha lugar el sectarismo en algo que trasciende de manera sobrada la politiquería barriobajera instalada en el país. Ni un presidente ni un partido o formación política tienen derecho alguno a hurtarnos un Sant Jordi que, por decantación, se está convirtiendo en algo de lo que los catalanes de todo signo y condición nos sentimos orgullosos. Que nos resulte tan fácil compartir una rosa y un libro, pero tan difícil ponernos de acuerdo en todo lo demás, sólo puede atribuirse a los malvados dragones que habitan en nuestro entorno.
En la leyenda, el caballero mató al dragón y eso finiquitó de raíz el terror que extendía por doquier. Es una lástima que ahora algunos de esos monstruos se han hecho inmunes, gracias al dinero público, y siguen infundiendo un cierto terror y sembrando la discordia. Cataluña y los catalanes no se lo merecen, se han ganado un Sant Jordi creativo, moderno y en paz.