Desde la tolerancia y el respeto comprendo que haya españoles (muchos de ellos catalanes) amantes de la tauromaquia. Es perfectamente entendible que el legado inmaterial que supone ese festejo haya trascendido entre generaciones y que hoy forme parte de una determinada pero decreciente cultura popular.
Jamás he acudido a una corrida de toros y, en consecuencia, soy uno de tantos ignorantes incapaces de reconocer el arte de José Tomás o El Juli en un ruedo. Soy asimismo incapaz de percibir estímulo alguno en esos otros acontecimientos que tienen al toro como elemento principal de una celebración: sea la suelta de vaquillas por el interior de localidades, los embolados o los bous al carrer, que tan arraigados están en el sur de Cataluña, en Castellón o en Teruel, por ejemplo.
El maltrato animal es difícil de sostener argumentalmente a estas alturas del siglo XXI como elemento festivo de una sociedad evolucionada y moderna. Aunque su erradicación suponga dificultades para el mantenimiento de una especie animal que quizá no hubiera llegado a nuestros días de no ser por la tauromaquia.
El nacionalismo ha digerido mal que los toros sean considerados la fiesta nacional española. Es, en fácil metáfora, un auténtico ataque de cuernos
Pero a pesar de todo lo que antecede, en Cataluña se ha vivido una doble moral con este debate. El nacionalismo ha digerido mal que los toros sean considerados la fiesta nacional española y ha luchado hasta la saciedad para distanciarse de ella. Es, disculpen la fácil metáfora, un auténtico ataque de cuernos. Pero, curiosamente, sólo con lo que atañe a la vinculación española de la tauromaquia, porque ningún político catalán ha tenido los arrestos de hacer planteamientos igual de directos con respecto a las prácticas que en las comarcas de Tarragona se llevan a cabo desde tiempos inmemoriales.
El Tribunal Constitucional ha levantado la prohibición establecida por el Parlamento de Cataluña a la celebración de las corridas. No porque este órgano interpretador de la Carta Magna defienda la esencia del festejo, sino porque en su papel de garante de la Constitución interpreta que se ha producido una invasión de competencias legislativas que no ha lugar. Cataluña, por más que se empecinen algunos, ni puede legislar ni gobernar sobre determinadas materias. El ejercicio del autogobierno está limitado al marco común español y, mientras eso no se modifique, las barreras y limitaciones deben ser cumplidas en un estado de derecho.
Las sociedades sólo evolucionan las normas gracias a la reivindicación y el arrojo de quienes asumen posturas valientes. Ese extremo está sobradamente constatado y la ley y la sociedad avanzan a velocidades distintas. Seamos sabedores, no obstante, de que el caso de la prohibición de las corridas de toros estaba animado por un subyacente propio del nacionalismo, y aquí se unían pulsiones progresistas y conservadoras. El propio devenir del tiempo hubiera finiquitado el asunto de manera natural, pero la insaciabilidad nacionalista hizo avanzar la legislación catalana por una vereda prohibida y ganó de nuevo la partida en una comunidad que parece abocada a discurrir sólo por la agenda nacionalista, sea con medidas populistas y coyunturales sobre la pobreza energética o sobre las corridas. El caso sea siempre marcar un perfil diferencial y diferenciador.
Con el debate sobre los toros pasa algo similar a la sensación que tienen muchos aficionados del Barça, que ven la instrumentalización ideológica de la entidad
Con el debate de los toros sucede una cosa análoga a lo que muchos seguidores del Barça hemos sentido en los últimos años, cuando el deporte y la política se han fusionado de manera peligrosa en el Camp Nou. Hasta el punto de que a veces renunciamos a sentir los colores del club de nuestra infancia y a disfrutar del preciosismo de su juego durante los últimos años al sentir como una invasión esa instrumentalización ideológica, ese abandono de la pluralidad y la transversalidad que definió a la entidad en otras épocas.
Por más que algunos intenten apropiarse de todo lo que se mueve, ni me gustará la tauromaquia, ni dejaré de ser culé, ni podré renegar jamás de mi condición de catalán. En la confianza, optimista quizá, que algún día el orden más racional regrese al espacio común de convivencia que caracterizó a Cataluña durante tiempo.